La calma que Mateo y Claudia me habían prestado fue un frágil parche sobre una herida a punto de reventar. Con cada paso que me alejaba del instituto, con cada metro que me acercaba a casa, sentía cómo la rabia, contenida a fuerza de puro terror y vergüenza, comenzaba a hervir de nuevo en mis venas. No era la furia caliente y explosiva del momento, sino una cosa fría, negra y espesa que me envenenaba por dentro.
El apartamento estaba en silencio cuando entré, un silencio pesado que pareció aplastarme aún más. Tiré la mochila al suelo con un golpe seco que resonó en la entrada como un disparo. El cuaderno, mi tesoro mancillado, lo llevaba apretado contra el pecho, pero ahora ya no me sentía como un tesoro. Sentía sus páginas como piel sucia, contaminada por las miradas y las risas de Sara y David.
“Inestable”. La palabra de Sara resonaba en mi cabeza, un latigazo que se repetía una y otra vez. Pareces “posesa”. La voz de David, burlona, cruel. Y luego la de Mateo: “Tu arte es valioso”. Pero su voz, tan llena de buena intención, se distorsionaba en mi mente, mezclándose con las otras. ¿Valioso? ¿Esto? ¿Este torrente de dolor y fealdad que ni siquiera puedo proteger?
Caminé hasta el salón, una habitación pequeña atestada de estanterías repletas de libros y con un sofá desgastado que olía a Gael y a casa. La luz de la tarde tardía se filtraba por la ventana, polvorienta y débil, iluminando motas de polvo que danzaban como espectros. Todo estaba en su sitio, ordenado, tranquilo. Y yo era un huracán a punto de tocar tierra en medio de aquella paz insoportable.
Mi respiración se aceleró, se hizo superficial y jadeante. El pulso me martilleaba en las sienes, un tambor de guerra que ahogaba todo pensamiento racional. La rabia, fría y negra, subió por mi garganta, sabía a metal y a bilis. Necesitaba romper algo. Necesitaba gritar. Necesitaba que el exterior reflejara el infierno que ardía por dentro.
Mis ojos se posaron en el jarrón de cerámica azul que estaba sobre la mesita baja. Era feo, horriblemente feo, un regalo de no sé quién. Gael insistía en mantenerlo porque "podría tener valor sentimental para alguien". En ese momento, representaba todo lo que estaba mal, todo lo que era falso y frágil.
—¿Valor sentimental? —murmuré entre dientes, y mi voz sonó ronca, extraña, como si no fuera mía.
Antes de que pudiera pensarlo, antes de que la voz de Gael en mi cabeza pudiera gritar “¡NO!”, mi brazo actuó por su cuenta. Cogí el jarrón con ambas manos—noté la aspereza de la cerámica esmaltada, su peso inútil—y lo levanté por encima de mi cabeza.
Con un grito ahogado que era mitad rabia, mitad agonía, lo estrellé contra el suelo frente a la chimenea.
El estruendo fue catastrófico. Un sonido seco, violento, de mil pedazos de algo irreparable estallando al unísono. Trozos de cerámica azul volaron por la habitación, llovieron sobre la alfombra vieja, se clavaron como diamantes mortales en la madera del suelo. El silencio que siguió fue aún más ensordecedor, roto solo por el sonido de mi propia respiración, que ahora eran sollozos entrecortados y temblorosos.
Me quedé mirando los restos, el corazón encogido de horror. ¿Qué había hecho? ¿Qué era yo? «Inestable. Posesa». Tenían razón. Toda la razón. Me envolví los brazos alrededor del cuerpo, empezando a temblar de forma incontrolable, las lágrimas cayendo calientes y silenciosas sobre los destrozos de mi propia furia.
La puerta de la librería—que daba directamente al salón—se abrió de golpe.
—¿Elara? —la voz de Gael era un latigazo de alarma—. ¡Elara! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
Apareció en el marco de la puerta, con las mangas de la camisa remangadas y una mancha de tinta en la frente.
Su mirada recorrió la habitación, desde mí, temblando y llorando en el centro del huracán, hasta los pedazos de cerámica esparcidos por el suelo. Su expresión de preocupación se transformó en una comprensión instantánea y profunda. No hubo enfado. No hubo reproche. Solo una tristeza inmensa que nubló sus ojos.
—Oh, Elita… —susurró.
Eso me destrozó. La compasión en su voz fue el catalizador final.
—¡Lo siento! —grité, la voz quebrada por los sollozos—. ¡Lo siento, lo siento, lo siento! ¡Soy una… soy una monstruo! ¡Tienen razón! ¡Mira lo que hice! ¡Mira!
Señalé los restos del jarrón con una mano temblorosa, como si fueran la prueba irrefutable de mi locura.
Gael no miró el jarrón. Me miró a mí. Con una calma que me pareció sobrehumana, cruzó la habitación, esquivando con cuidado los fragmentos de cerámica. No dijo nada. Simplemente abrió los brazos.
Yo retrocedí, sacudí la cabeza.
—No, no… no me toques. Estoy… rota. Te voy a cortar. Te voy a hacer daño.
—Elara —dijo su voz, firme pero suave como la seda—. Ven aquí.
Y entonces se arrodilló. Justo allí, en medio de los restos del jarrón, arrodillándose en los pedazos de mi destrucción como si no le importara mancharse, como si no le importara cortarse. Abrió los brazos de nuevo, una invitación, un refugio.
Esa imagen, mi hermano de rodillas en mis ruinas, quebró la última de mis resistencias. Con un gemido que salió de lo más hondo de mi alma, me derrumbé hacia adelante. Él me atrapó, envolviéndome en sus brazos, rodeándome con una fuerza que no era violenta, sino contención pura.
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Editado: 06.09.2025