Metamorfosis

Capítulo 8

Esto contiene: @mohammad_wasif07

La campana de salida sonó, liberando un torrente de estudiantes ansiosos por escapar. Yo me movía entre ellos como un autómata, el incidente del cuaderno y la posterior explosión en casa aún resonando en cada nervio. Cada risa a mi alrededor parecía una burla, cada mirada fugaz un juicio. Necesitaba llegar a la librería, sumergirme en el silencio polvoriento y el olor a papel viejo, dejar que Gael me envolviera en su burbuja de normalidad forzada.

—Elara.

La voz me detuvo en seco justo cuando cruzaba las puertas principales. Me giré. Mateo estaba allí, con la mochila colgada de un hombro, el pelo revuelto por el viento de la tarde y una expresión que oscilaba entre la preocupación y la determinación. La luz del sol bajo de la tarde le aureolaba, haciendo que sus ojos verdes parecieran más claros, casi translúcidos.

—Hola —murmuré, ajustando la correa de mi mochila sobre el hombro. El cuaderno dentro me pesaba como una losa.

—¿Tienes prisa? —preguntó, con esa naturalidad que tanto me desconcertaba. Como si no fuera raro que me esperara, que quisiera hablar conmigo después del espectáculo que había montado.

—Gael me espera —respondí, la excusa saliendo automática, un escudo.

—Solo será un momento —insistió, señalando con la cabeza hacia la acera—. Hay un café justo ahí. El de la esquina. Tienen un chocolate caliente que… bueno, es casi tan bueno como para curar heridas emocionales.

Intenté sonreír, pero mis labios se negaron a obedecer. ¿Por qué quería hablar conmigo? ¿Para decirme que era demasiado problemática? ¿Qué había sido valiente por enfrentarse a Sara y David, pero que quizás era mejor mantener las distancias?

—No sé… —empecé a decir, sintiendo cómo la familiar ansiedad empezaba a cerrarme la garganta.

—Por favor —dijo él, y su voz era suave, pero no suplicante. Era una petición sincera. Sus ojos se encontraron con los míos y no se desviaron. No había rastro de lástima en ellos, solo… interés. Curiosidad genuina.

Algo en su mirada me desarmó. Asentí, un movimiento pequeño y brusco.

—Vale. Un momento.

El café era pequeño y acogedor, con mesas de madera oscura, paredes forradas de estantes con libros antiguos y el aroma denso y reconfortante del grano recién molido. Mateo eligió una mesa en un rincón, lejos de la ventana y de las miradas curiosas. Me senté frente a él, con las manos en el regazo, apretando los puños para que no temblaran.

Un camarero con delantal y un aspecto de haberlo visto todo se acercó.

—¿Para los jóvenes?

—Dos chocolates calientes, por favor —dijo Mateo con una sonrisa fácil—. Con nata. Mucha nata.

—Hombre de buen gusto —asintió el camarero, y se fue.

El silencio se instaló entre nosotros, solo roto por el susurro de la máquina de café y el leve sonido de jazz que salía de unos altavoces vintage. Yo miraba fijamente las vetas de la mesa, trazando sus caminos sinuosos con la mirada, incapaz de articular una palabra.

—¿Estás bien? —preguntó él al fin, rompiendo el hielo con cuidado.

Asentí, aún sin mirarle.

—Sí. Sí, gracias por lo de… ya sabes.

—No hay de qué —dijo—. Claudia y yo tenemos una política de tolerancia cero con los capullos. Es casi un juramento de sangre.

Un sonido entrecortado, algo parecido a una risa, se me escapó.

—Suena dramático.

—Lo es —afirmó él, con solemnidad exagerada—. Incluye apretón de manos secreto y todo.

Por fin alcé la vista. Él me sonreía, una sonrisa tranquila que parecía decir "tranquila, no muerdo, no pretendo nada". Algo en mi pecho, muy apretado, comenzó a aflojarse un poco.

Llegaron los chocolates, en tazas grandes y gruesas, coronadas por una montaña de nata espumosa y virutas de chocolate. El calor del recipiente me quemó las palmas, pero fue una sensación buena, real, anclada.

—Gael… mi hermano… dice que soy una tempestad en una taza de té —dije de repente, las palabras saliendo sin permiso, mientras miraba el remolino de nata—. O de chocolate, en este caso.

Mateo sopló suavemente sobre su bebida.

—¿Y tú qué piensas?

—Que a veces la taza es demasiado pequeña —confesé en un susurro. El aroma dulce del chocolate me envolvía, dándome una falsa sensación de seguridad—. Y la tempestad se sale. Como… como ayer. O como hoy, en el pasillo.

—No se salió —corrigió él con suavidad—. La contuviste. Fue impresionante.

—¿Contenerla es impresionante? —pregunté, con un dejo de amargura—. ¿No explotar debería ser lo normal?

—Para algunos —dijo él, encogiéndose de hombros—. Para otros, contenerla es una hazaña diaria. —Bebió un sorbo de chocolate—. ¿Qué es lo que más te hace… sentir que la taza se desborda?

La pregunta me pilló desprevenida. Era directa, íntima. Miré a su alrededor. El café se estaba llenando poco a poco. Un grupo de estudiantes riendo en una mesa grande. Una pareja susurrando en otro rincón. El camarero moviéndose detrás de la barra. Demasiada gente. Demasiado ruido. Demasiadas vidas entrelazándose en un espacio tan pequeño.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.