El chocolate caliente de Mateo y la calma de su rincón en el café se desvanecieron con la noche, barridos por un sueño profundo y traicionero que pronto se torció.
Soñé.
Soñaba con la playa. No una playa cualquiera, sino la de aquel verano antes de que todo se fuera al infierno. La luz era dorada, el aire olía a sal y a protector solar. Yo tenía nueve años, y mis pies se hundían en la arena caliente. Delante de mí, las espaldas familiares de Gael y Leo. Leo, con sus dieciséis años recién cumplidos, alto y fuerte como un roble joven, llevaba una pelota de playa bajo el brazo. Se giró y me sonrió, una sonrisa amplia y despreocupada que me hacía sentir la niña más importante del mundo.
—¡Vamos, Elita! —gritó, su voz un eco distorsionado por el sueño—. ¡El agua está perfecta!
Corrí hacia ellos, mis piernas cortas avanzando con dificultad por la arena. Pero por mucho que corría, ellos se alejaban. La distancia se hacía más grande, el sonido de las olas se convertía en un rugido ensordecedor.
—¡Espera! —grité, pero el viento se llevó mi voz.
Gael se giró, su rostro de catorce años lleno de preocupación. Extendió su mano hacia mí. Pero Leo le agarró del brazo y dijo algo que el viento no me dejó oír. Gael miró hacia atrás, hacia mí, su expresión desgarrada entre la lealtad y… algo más. Algo que me heló la sangre.
—¡Gael! —volví a gritar, la arena se volvía ahora fangosa, pegajosa, trabando mis pies.
Leo no me miró. No una sola vez. Agarró a Gael con más fuerza y dio media vuelta, caminando hacia el agua. Gael resistió un instante, su mirada clavada en la mía, llena de una pena infinita. Luego, bajó la cabeza y se dejó llevar.
—¡NO! —aullé, la rabia y el terror mezclándose en mi garganta—. ¡NO ME DEJES! ¡LEO! ¡GAEL! ¡POR FAVOR!
El agua, antes turquesa y brillante, se volvió oscura, fría. Una ola gigantesca se alzó, devorándolos. Yo estaba sola en la orilla, con el agua helada lamiéndome los tobillos. Y entonces, la ola se transformó. Se convirtió en la puerta trasera de la casa. La maleta de Leo. La puerta cerrándose.
Click.
Me desperté con un jadeo ahogado, el sonido del portazo aun retumbando en mis oídos. La habitación estaba a oscuras, sumida en un silencio absoluto y opresivo. Mi corazón latía a un ritmo frenético y salvaje, golpeando mis costillas como si quisiera escapar. La sábana estaba empapada de sudor frío, pegada a mi piel. El pánico, irracional y total, me tenía paralizada. No sabía dónde estaba, quién era. Solo sabía que me habían dejado. Otra vez.
Un grito se escapó de mis labios. No una palabra, sino un sonido gutural, desgarrado, de puro terror animal. Apoyé las manos en el colchón, intentando sentarme, pero todo daba vueltas. La oscuridad de la habitación se cerraba sobre mí, sofocante.
La puerta de mi habitación se abrió de golpe, revelando la silueta de Gael recortada contra la tenue luz del pasillo. Iba en pantalón de pijama y estaba descalzo, el pelo revuelto, los ojos borrosos de sueño, pero ya alerta, muy alerta.
—¿Elara? —su voz era áspera por el sueño, pero cargada de una urgencia instantánea.
No pude responder. Otro gemido, este más débil, más desesperado, me sacudió. Me envolví los brazos alrededor del cuerpo, empezando a temblar de forma incontrolable. Las lágrimas corrían por mis mejillas, calientes y silenciosas ahora, mezclándose con el sudor frío.
Gael no encendió la luz. Cruzó la habitación en tres zancadas largas y se sentó en el borde de mi cama. El colchón se hundió bajo su peso, un ancla en mi mareo.
—Elita, estoy aquí —murmuró, su voz era un rumor bajo y constante en la oscuridad—. Fue una pesadilla. Solo una pesadilla. Estás a salvo.
Extendió su mano lentamente, dándome tiempo a rechazarla, y la posó en mi espalda. Su palma era ancha, caliente, real a través de la fina tela de mi camiseta. Su contacto me hizo estremecer, pero no me aparté. Me incliné hacia él, buscando ese calor, esa prueba tangible de que no estaba sola.
—Leo… —logré balbucear entre dientes, la palabra saliendo como una queja—. te… te llevó. Se fueron los dos. En la playa.
Gael respiró hondo, un sonido cansado y comprensivo. Su mano comenzó a moverse en círculos lentos y firmes sobre mi espalda.
—Fue un sueño, Elita —repitió, con una paciencia infinita—. Yo no me he ido a ninguna parte. Mira. —Agarró mi mano con su otra mano y la presionó contra su pecho. Sentí el fuerte y constante latido de su corazón bajo mis palmas, un ritmo vital que contrarrestaba el caótico tamborileo del mío—. ¿Lo sientes? Estoy aquí. De carne y hueso. Y no me voy a ir.
Apreté los dedos contra su camiseta, aferrándome a ese latido como a un salvavidas. Los sollozos me sacudieron de nuevo, pero ahora eran más silenciosos, agotados. Enterré la cara en su hombro, inhalando su olor familiar: la colonia limpia que usaba y el tenue aroma a papel de la librería que siempre llevaba impregnado.
—Lo siento —murmuré, mi voz apagada y ronca contra su cuerpo—. Es que… a veces… el miedo es tan grande…
—Lo sé —susurró él, apoyando la mejilla contra mi cabeza—. Lo sé, pequeña. No tienes que disculparte. Nunca. Por esto.
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Editado: 05.09.2025