Metamorfosis

Capítulo 10

Esto contiene: @mohammad_wasif07

El consuelo de Gael y la paz inestable de la noche se desdibujaron. El sueño, esta vez, no fue una pesadilla, sino un viaje involuntario. Un eco que se convirtió en realidad, arrastrándome de vuelta al día que partió mi mundo en dos.

El olor a humedad y a pintura fresca. Ese era el olor de la casa nueva, la casa a la que habíamos llegado hacía apenas tres meses, después de que Mamá se fuera. Un olor que aún no se había convertido en hogar. El sonido de cajas siendo arrastradas por el pasillo. Voces bajas, demasiado serias para una mañana de sábado.

Yo tenía diez años. Estaba agazapada en el umbral de la cocina, con mi osito de peluche, Barnaby, apretado contra el pecho. Barnaby olía a mi habitación de antes, a la vida de antes. Desde mi escondite, veía a Papá y a Leo en el recibidor. Las maletas. Dos maletas grandes, de esas que se llevan para viajes largos, estaban junto a la puerta. El corazón me empezó a latir con un ritmo extraño, aprensivo.

—¿A dónde se van? —pregunté, y mi voz sonó pequeña y débil en la estancia vacía.

Papá se giró. Su rostro estaba pálido, cerrado. Llevaba la chaqueta que se ponía para los viajes de trabajo.

—Tenemos que irnos un tiempo, Elita. Cosas de mayores —dijo, su voz era áspera, evasiva. Ni siquiera se acercó.

Pero fue Leo quien me partió el alma. Él se agachó hasta quedar a mi altura. Sus ojos, tan parecidos a los míos, estaban rojos, hinchados. Olía a la colonia que le había regalado Papá por su decimosexto cumpleaños.

—Solo será un par de semanas, pequeña —murmuró, y su voz sonó ronca, como si le doliera la garganta. Me cogió la mano. Sus dedos estaban fríos—. Papá y yo tenemos que arreglar unos asuntos. Luego volvemos. Te lo prometo.

«Te lo prometo». Las palabras flotaron en el aire, dulces y envenenadas. Yo me aferré a ellas con la fe ciega de los diez años.

—¿Y por qué no nos llevan a nosotros también? —pregunté, mirando a Gael, que estaba de pie más atrás, apoyado contra la pared del pasillo. Su expresión estaba tensa, pétrea. Él sabía. Algo en sus ojos me dijo que él sabía más que yo.

Leo siguió mi mirada y su rostro se crispó de dolor. Agarró mis manos con más fuerza.

—Tienes que quedarte con Gael —dijo, y su voz tembló—. Tienes que ser valiente. Cuida de él, ¿vale? —Su mirada suplicaba, me pedía algo que yo no entendía.

—Pero… —empecé a decir, el pánico empezando a trepar por mi garganta, un sabor metálico y amargo.

—Leo, vamos —la voz de Papá cortó el aire como un cuchillo—. Se hace tarde.

Leo se levantó de golpe, como si le hubieran pinchado. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no se derramaron. Se giró hacia la puerta.

—¡Espera! —grité, soltando a Barnaby y agarrándole del brazo—. ¡Llévame contigo! ¡Por favor, Leo!

Él se detuvo. Su espalda estaba rígida. No se giró. Papá abrió la puerta. La luz de la mañana, gris y fría, se coló en el recibidor, iluminando el polvo que flotaba en el aire.

—No puedo, Elara —susurró, y su voz era apenas audible—. Lo siento.

Papá salió primero, cargando con una de las maletas. Leo lo siguió, desprendiéndose de mi agarre con suavidad, pero con una determinación que me dejó helada. Recogió su maleta. En el umbral, se volvió por última vez. Nuestras miradas se encontraron. En sus ojos no había la seguridad de su promesa, sino un océano de miedo, de culpa y de una despedida tan absoluta que me dejó sin aire.

—Vuelvo pronto —mintió. La mentira sonó tan frágil que se quebró en el aire entre nosotros.

Y entonces, salió. La puerta se cerró detrás de él con un click suave, definitivo. El sonido más devastador que había escuchado en mi vida.

Me quedé paralizada, mirando la puerta de madera, esperando que se abriera, que dijera que era una broma, una prueba. Nada.

Gael se movió entonces. Cruzó el recibidor con pasos lentos, pesados. Se arrodilló frente a mí. Su rostro ya no era pétreo. Estaba descompuesto por una pena tan profunda que me asustó aún más.

—Elara… —dijo, y su voz se quebró.

—Van a volver —dije, con una convicción desesperada—. Leo lo ha prometido. Ha dicho que volvía pronto.

Gael no contestó. Solo me miró, y en sus ojos vi la verdad que mi corazón se negaba a aceptar. Me abrió los brazos. Yo me derrumbé contra él, y esta vez, el silencio no se rompió con promesas. Se rompió con el sonido de mi propio corazón haciéndose añicos contra el suelo de madera recién barnizada de la casa que ya nunca sería un hogar.

Click.

El sonido de la puerta cerrándose en mi sueño-mezclado-con-memoria me sacudió de golpe. Me incorporé en la cama, jadeando, el rostro empapado de lágrimas reales, frescas. No era el sudor frío de la pesadilla, era el llanto silencioso y devastador de la niña que fui, que todavía vivía dentro de mí, esperando una promesa que nunca se cumplió.




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