Metamorfosis

Capítulo 11

Esto contiene: @mohammad_wasif07

La memoria de la promesa rota de Leo era un veneno de acción lenta. Pasé el fin de semana sumida en un silencio hosco, dibujando en mi cuaderno con una furia sombría, garabateando monstruos y portazos y ojos llenos de lágrimas. Gael me miraba con preocupación, pero me dejó espacio, respetando los límites de mi tormenta interior.

El lunes, el instituto parecía más ruidoso, más hostil. Cada risa era un aguijón. Cada grupo de amigos, un recordatorio de lo que me habían arrebatado. Incluso el rincón de las escaleras con Claudia y Mateo me pareció un club del que no terminaba de ser miembro.

Me senté en los escalones, apartada, con las rodillas pegadas al pecho. Claudia parloteaba sobre un concurso de bandas locales, pero sus palabras me resbalaban. Mateo, sentado a mi lado, me observaba de reojo. No dijo nada, no me preguntó qué pasaba. Simplemente estuvo ahí, presente, su hombro rozando el mío de vez en cuando, un ancla silenciosa.

Fue entonces cuando pasó. El profesor de Biología, el Sr. Davies, un hombre con bigote y el humor ácido de quien ha visto demasiadas generaciones de adolescentes, regañó a un alumno por no traer el material.

—¡Señor! —dijo el chico, protestando—. Es que es mucho peso para cargar cada día.

El Sr. Davies lo miró por encima de sus gafas.

—Sr. Higgins, el conocimiento no pesa. Lo que pesa es la ignorancia, y usted parece cargar con una tonelada.

Un silencio incómodo recorrió la clase. Y entonces, desde mi lado, Mateo murmuró, tan bajo que solo yo lo oí:

—Frasecita. La apunto para mi colección de «cosas que dice la gente que cree que es profunda.

Algo dentro de mí se quebró. No fue una risa, fue una liberación. Un sonido entrecortado, un resoplido de pura hilaridad inesperada, se escapó de mis labios. Me tapé la boca con la mano, pero era demasiado tarde. Mateo me miró, y sus ojos verdes brillaron con complicidad. Claudia, al otro lado, nos miró confundida.

—¿Qué? ¿Qué me he perdido?

—Nada —dijo Mateo, con una sonrisa traviesa—. Solo que el Sr. Davies acaba de soltar una perla de sabiduría que rivaliza con los estoicos.

—Es un pedante —susurré, recuperando el aliento, una sonrisa genuina y temblorosa asomando por primera vez en días.

—Un pedante con mucha carga de ignorancia que repartir —remató Mateo, y esta vez las dos nos reímos, un sonido bajo y compartido que ahuyentó por un momento la sombra de Leo.

La clase continuó, pero algo había cambiado. El comentario de Mateo, estúpido y perfecto, había creado una burbuja de luz entre nosotros. Y de repente, lo supe. Lo supe con una claridad absoluta.

Al salir de clase, en el pasillo, me detuve. Saqué mi cuaderno y mi lapicero favorito, el de grafito blando que deslizaba como la seda sobre el papel. Me apoyé contra la pared, ignorando el gentío que fluía a mi alrededor.

—¿Elara? —preguntó Mateo, deteniéndose a mi lado, con curiosidad.

—Un momento —murmuré, totalmente concentrada.

Mis dedos volaron sobre el papel. No pensé, solo sentí. Dibujé una versión caricaturesca del Sr. Davies, con una cabeza enorme y un cuerpo diminuto, cargando una mochila gigantesca, deformada por el peso, etiquetada como «Ignorancia». Sudaba profusamente. A su lado, un ratón con la cara de Mateo le guiñaba un ojo, señalando la mochila con una sonrisa pícara. En una nube de diálogo, puse la frase: «Pesa más que mi dignidad, profe».

No era una obra maestra. Fue rápido, instintivo, lleno de rabia contenida convertida en sátira. En menos de dos minutos, estaba hecho.

Alcé la vista. Mateo me miraba a mí, no al dibujo, con una expresión de asombro y… ¿admiración?

—¿Qué es? —preguntó, su voz suave.

Con un nudo en la garganta, arranqué la página y se la tendí.

—Es… para ti. Por la frasecita.

Él cogió el papel con una delicadeza que no esperaba, como si fuera de cristal soplado. Sus ojos verdes recorrieron cada línea, cada sombreado, cada detalle absurdo. Su rostro era un poema de emociones: primero sorpresa, luego comprensión, y finalmente, una sonrisa lenta y radiante que le iluminó toda la cara. Una risa genuina, profunda y contagiosa, le brotó del pecho.

—¡Es increíble! —exclamó, alzando la mirada hacia mí—. ¡Le has puesto mi cara de ratón! ¡Y la mochila! ¡Dios, la mochila! «Ignorancia». Es perfecto. Es… es lo mejor que he visto nunca.

Su reacción fue tan entusiasta, tan genuina, que me ruboricé hasta la raíz del cabello. Esperaba una sonrisa, un «gracias». No… esto.

—Es solo una tontería —musité, desviando la mirada, sintiéndome absurdamente vulnerable.

—No —dijo él, y su tono se volvió serio de repente. Su mano, grande y cálida, tocó mi brazo, haciéndome mirarle de nuevo—. No es una tontería, Elara. Es genial. Es… ¿puedo… puedo quedármelo?

La pregunta me dejó sin palabras. ¿Querer quedarse algo mío? ¿Algo que yo había creado?

—Claro —logré decir—. Si… si quieres.




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