El aroma a polvo de tiza y el zumbido de los fluorescentes se mezclaban con la energía nerviosa del viernes por la tarde. En nuestro rincón de las escaleras, Claudia rebosaba de una excitación que casi se podía tocar. Masticaba su chicle con furia, tamborileando los dedos en la mochila.
—¡Okay, escuchen esto! —anunció, como si fuera a revelar los planos de un atraco a un banco—. Sábado noche. Cine. “Starfall”, esa nueva de ciencia ficción con ese actor que te gusta, Mateo, el de la sonrisa torcida.
Mateo alzó una ceja desde donde estaba recostado contra la pared, hojeando un cómic.
—¿La que tiene una puntuación del 30% en Rotten Tomatoes?
—¡Las críticas son para los aburridos! —replicó Claudia, lanzándole una patata frita—. Tiene explosiones. Y aliens con tentáculos. ¿Qué más se puede pedir? —Su mirada, brillante y estratégica, se posó entonces en mí—. Y sería en grupo. Iría Jorge, de tu clase de mates, Verónica. Y su hermana. Y nosotros tres. Sería… divertido.
La palabra «grupo» resonó en mi cabeza como una campana de alarma. «Cine». La palabra fue peor: un lugar oscuro, cerrado, lleno de gente invisible cuyas risas y susurros se amplificaban en la oscuridad hasta sonar como juicios. Mi estómago se contrajo instantáneamente. La merienda que estaba comiendo—un sándwich de Gael—se convirtió en una roca en mi garganta.
—Yo… —tragué saliva, buscando una excusa, cualquier excusa—. Gael me necesita en la librería. Inventario. Es… un desastre.
Mi voz sonó débil, falsa incluso para mis propios oídos. Claudia puso los ojos en blanco, pero con afecto.
—Venga ya, Elara. El inventario puede esperar. ¿Cuándo fue la última vez que fuiste al cine? ¿Con dibujos animados?
No respondí. Miré fijamente mis manos, sintiendo cómo el pánico, familiar y pegajoso, empezaba a trepar por mi espina dorsal. La idea de estar encerrada en una sala oscura, rodeada de gente, con salidas bloqueadas… Mi respiración se volvió un poco más superficial. Las paredes del pasillo parecieron estrecharse.
—No sé… —murmuré—. Las multitudes… no me sientan bien.
—Será solo nuestro grupo —insistió Claudia, pero su tono perdió un poco de fuerza al ver mi expresión—. Y estaremos todos juntos.
—Clau —intervino Mateo. Su voz era calmada, un dique contra el torrente de entusiasmo de ella. Dejó el cómic a un lado y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas. Su mirada se encontró con la mía. No había presión en ella. Solo pregunta—. ¿Es por lo que hablamos en el café? ¿Lo de sentirse… acorralada?
Su comprensión fue un salvavidas inesperado. Asentí, incapaz de articular palabras. El simple hecho de que él lo recordara, de que no lo hubiera descartado como una tontería, hizo que las lágrimas de frustración me picaran los ojos. ¿Por qué no podía ser normal? ¿Por qué algo tan simple como ir al cine tenía que ser una montaña rusa de terror?
Claudia miró entre los dos, confundida.
—¿De qué hablan?
—Nada —dijo Mateo suavemente, sin apartar los ojos de mí—. Solo que a veces los sitios llenos de gente pueden ser… agobiantes.
—Oh —dijo Claudia, y su expresión se suavizó de inmediato—. Oh, lo siento, Elara. No lo sabía. Bueno, entonces… —Pareció desinflarse un poco.
—Iré.
Las palabras salieron de mi boca antes de que mi cerebro pudiera detenerlas. Los dos me miraron, sorprendidos.
—¿Qué? —dijo Claudia.
—Iré —repetí, sintiendo cómo el pánico se convertía en una determinación temeraria y frágil—. Pero… —Mi mirada se clavó en Mateo, suplicando, pidiendo un ancla, una promesa—. Pero solo si… si me siento contigo. En el extremo. Cerca de la salida.
La petición sonó infantil, patética. Me expuse completamente, mostré la hilacha de mi miedo más irracional. Esperé a que se riera, o que al menos lo encontrara raro.
Pero Mateo no lo hizo. Asintió lentamente, con una seriedad que le honraba.
—Claro —dijo, como si fuera la petición más natural del mundo—. Te sientas conmigo. En la fila de atrás, junto a la puerta de emergencia. La controlamos nosotros. Y si en cualquier momento te sientes… abrumada, me das un codazo y nos vamos. Sin preguntas. ¿Vale?
«Sin preguntas». Esas dos palabras fueron el hechizo que necesitaba. No tendría que explicar. No tendría que justificar mi locura. Solo… irme.
—¿Vale? —repitió él, sus ojos verdes sosteniendo los míos, ofreciendo una cuerda de salvamento.
Tomé aire, un sonido tembloroso.
—Vale.
—¡Bien! —exclamó Claudia, recuperando instantáneamente su energía—. ¡Pues ya está decidido! Sábado a las siete. No lleguen tarde que quiero palomitas extra grandes.
Se levantó, brincando hacia su siguiente clase, dejando un rastro de entusiasmo y aroma a chicle de fresa. El pasillo quedó más tranquilo, solo nosotros dos y el eco de lo que acababa de prometer.
El pánico no se había ido. Retorcía mis entrañas, un nudo de serpientes frías. Pero ahora, alrededor de ese nudo, había un hilo de luz. La promesa de Mateo.
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Editado: 06.09.2025