El sábado por la noche, el frío del exterior contrastaba con el calor sofocante que me abrasaba por dentro. Frente al cine, las luces de neón parpadeaban como sonrisas burlonas. La marquesina anunciaba “Starfall” con letras sangrantes. Cada persona que pasaba a mi lado era una amenaza potencial, un cuerpo que podía cerrar el círculo alrededor mío.
Gael me había dejado allí con una preocupación palpable en la mirada. «¿Seguro?», me había preguntado por décima vez. Yo había asentido, con una convicción que no sentía. Ahora, arrepentida, quería correr tras su coche y gritarle que me llevara a casa.
—¡Allí están! —la voz de Claudia cortó el aire como un cuchillo. Llegó corriendo, seguida de cerca por Mateo y otros dos chicos que no conocía. Jorge, de mi clase de matemáticas, un chico alto y tranquilo, y su hermana, una rubia que miraba su teléfono con aburrimiento.
—Hola —murmuré, ajustando la chaqueta sobre mis hombros como si fuera una armadura.
—¿Lista para los tentáculos? —preguntó Mateo. Su sonrisa era fácil, pero sus ojos me escanearon con rapidez, buscando señales de pánico. Le sonreí débilmente, un gesto tenso.
Entrar en el vestíbulo fue como sumergirse en un océano hostil. El olor a palomitas con mantequilla artificial y dulce pegajoso era empalagoso, nauseabundo. El estruendo de las máquinas arcade, las risas agudas, el murmullo constante de decenas de voces… todo se amalgamaba en un zumbido ensordecedor que resonaba dentro de mi cráneo. Mi corazón comenzó a acelerarse, un tambor de guerra que anunciaba el desastre.
—Voy a por las entradas —dijo Claudia, desapareciendo en la multitud.
Me quedé pegada a Mateo como una lapa. Cada roce contra mi brazo me hacía estremecer. Cada persona que pasaba demasiado cerca era una invasión. Sentía el sudor frío en la nuca.
—Respira —murmuró Mateo, su voz baja, solo para mí—. Fila de atrás. Junto a la salida. Lo tenemos controlado.
Asentí, incapaz de hablar. Mis manos temblaban. Metí los dedos en los bolsillos para disimularlo.
Cuando entramos en la sala, la oscuridad fue un alivio por un segundo. Luego, la sensación de estar atrapada me golpeó con toda su fuerza. El techo era bajo, las paredes estaban cerca. Las filas de butacas rojas se extendían como un campo minado de personas. El sonido envolvente del tráiler retumbaba en el suelo, vibrando en mis huesos.
Mateo me guió sin vacilar hacia la última fila, hasta los dos asientos justo al lado de la puerta de emergencia, con su señal luminosa que prometía una salida. Un salvavidas rojo en la penumbra.
—¿Ves? —dijo, deslizándose en el asiento interior—. A un paso de la libertad.
Me senté junto a él, al borde del asiento, mi cuerpo una cuerda tensa. Las luces se apagaron por completo. La película comenzó. Explosiones. Naves espaciales. Gritos. La pantalla gigante era un agujero negro que absorbía toda mi atención, pero no de la buena manera. Me hipnotizaba, me atraía hacia un torbellino de sobreestimulación. La música, ensordecedora, se enredaba en mi estómago.
Comencé a notar la falta de aire. No era imaginación. El aire acondicionado reciclado era pesado, viciado. Cada inspiración era un esfuerzo. El sonido de alguien masticando palomitas a mi izquierda sonaba como trituradoras de roca. La risa de alguien en la fila de adelante era un clavo en mi oído.
«Estoy bien. Estoy bien. Estoy con Mateo. Estoy cerca de la salida».
Pero el mantra se quebró. La oscuridad se cerró sobre mí. Las paredes se inclinaron. El techo bajaba. Ya no eran butacas, eran celdas. Ya no eran espectadores, eran carceleros. El pánico, puro y absoluto, estalló en mi pecho como una bomba. Un dolor agudo me atravesó el esternón. Jadeé, buscando aire que no llegaba a mis pulmones. Las lágrimas cegadoras llenaron mis ojos. El ruido era un monstruo que me devoraba por dentro.
Me encogí, apretando los brazos alrededor de mi cuerpo, tratando de hacerme pequeña, de desaparecer. Un gemido escapó de mis labios, ahogado por el estruendo de la batalla interestelar en pantalla.
Fue entonces cuando una mano cálida se posó sobre la mía, que agarrotaba el brazo del asiento con fuerza blanquecina. No era un agarre. Era un ancla.
Mateo se inclinó hacia mí. Su aliento me rozó la oreja.
—Elara —susurró, su voz era un cable a tierra en medio del caos—. ¿Codazo?
No podía hablar. No podía moverme. Solo sacudí la cabeza con un movimiento espasmódico, un gesto de pánico animal.
Él no vaciló. No pareció molesto. No miró a su alrededor para ver si alguien los veía.
—Vámonos —dijo, con una calma que me desarmó.
Agarró su chaqueta y, manteniendo su mano en la mía, me guió para que me levantara. Mis piernas eran de gelatina. Casi me caigo. Él me sostuvo firmemente, poniéndose entre yo y el resto de la sala, bloqueando las miradas curiosas que empezaban a volverse hacia nosotros. No corrió. Caminó con determinación, abriendo la pesada puerta de emergencia que led directamente al callejón lateral del cine, lejos del vestíbulo principal.
La puerta se cerró detrás de nosotros, y el silencio relativo fue un impacto físico. Solo el zumbido lejano de un extractor de aire y el sonido de mi propia respiración jadeante y desesperada. El aire frío de la noche me golpeó el rostro, húmedo y real.
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Editado: 08.09.2025