Metamorfosis

Capítulo 14

Esto contiene: @mohammad_wasif07

El trayecto en coche de vuelta a casa fue un silencio denso y elocuente. Gael había venido a recogerme tras el mensaje de Mateo «Algo no le sentó bien, la llevo a casa» y ahora conducía con las manos firmes sobre el volante, su perfil recortado contra las luces de la ciudad. No hacía preguntas. Su silencio no era de enfado, sino de espera. Esperaba a que yo rompiera la presa.

Yo miraba por la ventana, viendo cómo las gotas de lluvia empezaban a resbalar por el cristal, distorsionando las farolas en largas manchas doradas. El aire en el coche olía a Gael—a limpio, a papel, a seguridad—y a mi humillación. Todavía sentía el eco del pánico en mis músculos, un temblor residual que recorría mis brazos. El vestigio de las lágrimas secas me tiraba de la piel de las mejillas.

«Inestable. Posesa». Las palabras de Sara y David resonaban, mezclándose con el recuerdo de mi propia vergüenza en el callejón. Mateo había sido increíble, pero eso no cambiaba la realidad: había vuelto a fallar. Había dejado que el miedo me ganara.

Gael aparcó frente a nuestro edificio y apagó el motor. El silencio se volvió absoluto, roto solo por el suave golpeteo de la lluvia contra el techo del coche.

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó al fin, su voz suave, sin presión.

Sacudí la cabeza, mirando fijamente mis manos en el regazo.

—Fue estúpido. Un ataque de pánico. Nada nuevo.

—Elara —dijo él, y algo en su tono me hizo alzar la vista.

Me miraba, y en sus ojos no había impaciencia, sino una tristeza profunda, una comprensión que me partió el alma.

—No es nada nuevo, pero duele igual —murmuré, rompiéndome.

—Sí —asintió él simplemente—. Duele.

Esa simple validación, ese reconocimiento de mi dolor sin intentar arreglarlo o minimizarlo, fue lo que quebró mis últimas defensas. Un sollozo se escapó de mis labios, seco y doloroso.

—¿Por qué soy así, Gael? —la pregunta salió como un lamento, cargada de toda la frustración y el miedo que llevaba años acumulándose—. ¿Por qué no puedo ser normal? Todo el mundo puede ir al cine, a una fiesta… ¡Todo el mundo! Menos yo. Tengo… tengo algo roto dentro.

Gael apretó los labios, su mandíbula se tensó. Vi cómo tragaba saliva, cómo buscaba las palabras correctas.

—Subamos —dijo al final—. Aquí no.

Subimos en silencio los escalones hasta nuestro piso. La puerta chirrió al abrirse, como siempre. La calidez familiar de la entrada nos envolvió. Colgó las llaves en el clavo—siempre en el mismo clavo—y se quitó la chaqueta. Yo me quedé allí, de pie, sintiéndome como una intrusa en mi propia piel.

—Elara —dijo, y su voz era firme ahora—. Ven. Siéntate.

Me guió al sofá del salón, el mismo donde me había abrazado entre los pedazos del jarrón. Nos sentamos. Él no me tocó, pero su presencia era un campo de fuerza a mi lado.

—Escúchame —comenzó, mirándome directamente a los ojos, con una intensidad que no me permitió mirar lejos—. Lo que pasó esta noche no pasó porque estés rota. Pasó porque te hicieron daño. Un daño profundo. Y las heridas profundas… duelen cuando llueve. Y esta noche, para ti, llovió a cántaros.

Sus palabras me dejaron sin aliento. No me estaba juzgando. Estaba explicándome.

—Pero… el miedo… —balbuceé—. Es tan… grande. Tan irracional.

—¿Irracional? —repitió él, alzando una ceja—. Elara, te abandonaron. Dos veces. La gente a la que más querías en el mundo te miró a los ojos y te dio la espalda. ¿Cómo no vas a tener miedo? ¿Cómo no vas a esperar que pase otra vez? Eso no es irracional. Es… es lógico. Es una putada, pero es lógico.

Nunca lo había visto así. Siempre había pensado que mi miedo era un fallo, un error de fábrica. Pero él lo pintaba como una consecuencia. Algo comprensible. Algo… casi normal.

—Pero tú no me has abandonado —susurré, la voz cargada de un temor nuevo, el temor de nombrar en voz alta mi mayor terror—. Y… y tengo miedo de que… de que un día…

No pude terminarlo. Las palabras se atascaron en mi garganta, ahogadas por el puro terror a pronunciarlas.

Gael no respondió de inmediato. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y se pasó una mano por el pelo. Respiró hondo.

—¿Sabes por qué me quedé, Elara? —preguntó, mirando al frente, hacia la estantería llena de libros—. Aquel día. Cuando se fueron.

Negué con la cabeza, sin poder hablar.

—Porque te vi —dijo, y su voz se quebró ligeramente—. Te vi en el recibidor, con tu osito en el suelo, con los ojos como platos, creyendo todavía la mierda de promesa de Leo y supe que, si yo también me iba, aunque fuera porque tenía miedo o porque estaba enfadado… te destrozaría para siempre. —Se giró hacia mí, y sus ojos brillaban con una intensidad feroz—. Y prefería destrozarme yo a destrozarte a ti.

Las lágrimas corrieron por mis mejillas libremente, en silencio. Él nunca me había dicho eso.

—Así que no —continuó, su voz ahora más fuerte, cargada de una convicción absoluta—. No. No voy a abandonarte. No hoy. No mañana. No cuando te vayas a la universidad. No cuando te cases con el idiota de turno y me obligues a ser el padrino de tu boda. —Esbozó una pequeña sonrisa triste—. Estoy aquí. Atrapado contigo. Es mi elección y la elijo todos los días.




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