Metamorfosis

Capítulo 15

Esto contiene: @mohammad_wasif07

La paz que Gael y yo habíamos forjado en el salón duró exactamente hasta que crucé las puertas del instituto el lunes por la mañana. Había llegado temprano, esperando evitar las miradas, encontrar refugio en la biblioteca antes de clase, pero el malestar en el aire era palpable incluso antes de que nadie pronunciara una palabra.
El murmullo de voces lejanas se mezclaba con el chirrido de las zapatillas en el suelo encerado, y cada sonido me parecía amplificado, como si el edificio mismo quisiera advertirme de que la tregua había terminado.

Fue en el pasillo principal, cerca de mi taquilla. Iba con la cabeza gacha, la mochila apretada contra el pecho, repitiendo mentalmente las palabras de Gael como un mantra. «No estás rota. Estás herida». Pero cada risa que oía, cada susurro, sentía como si fuera dirigido a mí. La frase empezaba a resquebrajarse dentro de mí como cristal bajo presión.

Y entonces, la vi. Sara. Estaba apoyada contra las taquillas, hablando con un grupo de chicas de su equipo de hockey. No me vio al principio. Su voz, aguda y deliberadamente audible, se elevó por encima del murmullo general.

—…sí, en el cine el sábado. Una escena brutal. Totalmente inesperado.

Me congelé. La sangre pareció detenerse en mis venas y luego correr de nuevo, fría como el hielo. Mi respiración se volvió torpe, demasiado corta, demasiado ruidosa en mis propios oídos.

—¿En serio? —preguntó una de las chicas, con los ojos como platos—. ¿Qué hizo?

—Pues empezó a hiperventilar —continuó Sara, con un falso tono de preocupación que hacía que me hirviera la sangre—. Como si le fuera a dar algo. Y luego, pum, se levantó y salió corriendo como si la persiguiera el demonio. Mateo tuvo que salir detrás de ella. Debe haber sido super incómodo para todos.

—Qué dramática —comentó otra chica, riéndose levemente.

—Ya —asintió Sara con una mueca—. Yo creo que son… ataques o algo así. Pero vamos, en medio de la película… Podría haberse esperado, ¿no? Algunos no sabemos desconectar ni un segundo.

La risa del grupo fue como un puñal. Cada carcajada me atravesaba, multiplicándose en mi cabeza como un eco interminable.

David se unió a ellos en ese momento, deslizándose junto a Sara como una serpiente.

—Ah, ¿hablan de la reina del drama? —dijo, poniendo los ojos en blanco—. Sí, fue patético. Parecía una posesa. Menos mal que Soler se la llevó. Casi arruina la película para todos.

—Qué película tan mala, por cierto —añadió Sara, riéndose—. Pero eso fue lo de menos.

No podía moverme. Estaba paralizada, anclada al suelo de linóleo, mientras mi reputación —la poca que tenía— era destrozada ante mis ojos. No era una mentira completa, y eso era lo peor. Había tenido un ataque de pánico. Había salido corriendo. Pero en sus bocas, se convertía en algo mezquino, en un berrinche, en un drama para llamar la atención.

Le quitaron toda la dignidad a mi dolor.
Quise gritarles, decirles que no tenían idea de lo que se siente cuando el pecho se convierte en una cárcel, cuando el aire no llega. Pero la voz se quedó atrapada en mi garganta, sofocada.

—¿Lo has oído? —susurró una voz a mi lado. Era una chica de mi clase de Historia, mirándome con curiosidad morbosa—. ¿Es verdad que tuviste una crisis en el cine?

No respondí. Mi lengua pesaba como plomo. Di media vuelta y caminé rápidamente, ciegamente, necesitando escapar, pero era como si una plaga me siguiera.

A lo largo del día, las miradas fueron diferentes. Donde antes había indiferencia o curiosidad, ahora había murmullos, risitas ahogadas, miradas rápidas que se desviaban cuando las encontraba. Sentía mi piel arder bajo esos ojos, como si llevara una marca invisible que todos podían leer menos yo.

En clase de Matemáticas, cuando el profesor me pidió que saliera a la pizarra, un susurro recorrió la sala. «Cuidado, no vaya a ser que le dé algo». No lo dijo nadie en concreto, pero flotó en el aire. Mis manos sudaron tanto que apenas pude agarrar la tiza. Fallé el problema. Una risa contenida me siguió hasta mi asiento. Me mordí el interior de la mejilla con tanta fuerza que probé el sabor metálico de la sangre.

En el comedor, fue el colmo. Claudia y Mateo ya estaban en nuestra mesa de siempre. Me dirigí hacia ellos, buscando refugio, pero cuando me acerqué, noté cómo la gente a su alrededor —gente que a veces se unía a su grupo— me miraba con incomodidad. Un par de chicos que solían sentarse cerca recogieron sus cosas con demasiada prisa y se cambiaron de mesa. El sonido de sus bandejas chocando contra las mesas vecinas me resultó ensordecedor.

Me senté. El silencio a nuestro alrededor era elocuente.

—¿Qué pasa? —pregunté, aunque sabía perfectamente qué pasaba.

Claudia apretó los labios, enfadada.

—Sara y su puto club de fans. No les hagas caso, Elara. Son unos imbéciles.

—Han dicho que tuviste un… episodio —dijo Jorge, el chico tranquilo de matemáticas, con incomodidad—. En el cine.

—Fue un ataque de pánico —aclaró Mateo, su voz fría y cortante—. Algo que le puede pasar a cualquiera cuando se siente acorralado. No un episodio de esos que ven en sus dramas médicos de televisión.




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