Metamorfosis

Capítulo 16

Esto contiene: @mohammad_wasif07

El rumor era una niebla espesa y gris que me seguía a todas partes. Cada mañana, al cruzar las puertas del instituto, me envolvía, entumecía mis sentidos y distorsionaba cada sonido, cada mirada. Era como si las paredes mismas respiraran en mi contra, como si el eco de cada carcajada se colara directo en mis huesos.
A veces incluso me parecía escuchar mi nombre entre las sílabas de esas risas, aunque sabía que probablemente era solo mi mente jugándome malas pasadas.

Las palabras de Gael, tan llenas de sentido en la calidez de nuestro salón, se desvanecían aquí, bajo los fluorescentes mortales y el eco de risas que siempre parecían dirigidas a mí. En casa podían sonar como una verdad absoluta, pero en estos pasillos se reducían a un murmullo frágil, incapaz de sobrevivir.

El aislamiento ya no era algo que me impusieran; era una armadura que yo misma me estaba forjando, eslabón por eslabón, con el frío hierro del miedo y cada eslabón pesaba tanto que, a veces, hasta respirar me parecía un esfuerzo inútil. Cada inhalación era como cargar con cadenas invisibles.

Al tercer día de los murmullos, Claudia me esperaba en nuestro lugar de las escaleras con su energía habitual, pero teñida de una determinación tensa.

—¡Elara! ¡Por fin! Pensé que te habías perdido —dijo, haciendo espacio para que me sentara. Sus ojos brillaban con una mezcla de preocupación y terquedad—. He estado pensando en un plan para callar a Sara. Tenemos que…

—No —la interrumpí, permaneciendo de pie. La palabra salió plana, sin emoción, como un portazo seco—. No hagas nada.

Claudia parpadeó, desconcertada.

—¿Cómo qué no? No puedes dejar que se salgan con la suya. Son unas…

—No importa —dije, cortándola de nuevo. Miré más allá de ella, hacia la multitud que fluía por el pasillo. Sus risas parecían subir de volumen solo porque yo existía allí—. No merece la pena. Déjalo.

Ella frunció el ceño, como si quisiera sacudirme de los hombros para arrancarme la apatía a la fuerza.

Mateo llegó en ese momento, con su mochila colgada de un hombro. Su sonrisa al verme se desvaneció al notar la tensión en el aire.

—¿Todo bien? —preguntó, mirándonos alternativamente.

—Elara no quiere que hagamos nada contra Sara —explicó Claudia, con un dejo de frustración en la voz.

—No es eso —mentí, evitando su mirada. El calor en mis mejillas era puro delator—. Es que… tengo mucho que estudiar. Gael quiere que ayude más en la librería. No voy a tener tanto tiempo.

El silencio que siguió fue pesado, incómodo. Sentí sus miradas en mí, buscando una grieta en mi fachada, como si pudieran atravesar mi piel y leer la verdad tatuada en mis entrañas.

—¿En serio? —preguntó Mateo, su voz suave pero cargada de escepticismo—. Porque podemos ajustarnos. Estudiamos en la librería. O vamos más tarde. Lo que necesites.

Su oferta era un cable de salvamento, tendido con una generosidad que me partió el corazón. Pero yo ya me estaba hundiendo, y no quería arrastrarlos conmigo.

—No —dije, con más firmeza, endureciendo mi corazón contra el dolor que vi cruzar su rostro—. Mejor… mejor que lo dejemos por un tiempo. Hasta que… hasta que todo esto se calme.

—¿Que se calme? —Claudia se levantó, plantándose frente a mí con las manos en las caderas. Su voz era un fuego vivo—. ¡No se va a calmar si no hacemos nada, Elara! ¡Ellos ganan!

—¡Ya han ganado! —exploté, y la brusquedad de mi propia voz me sobresaltó incluso a mí. Vi cómo Claudia retrocedía un paso, herida. Bajé la voz, pero el tono era gélido, tan afilado que casi me cortaba a mí misma—. Mira a tu alrededor, Claudia. La gente me señala. Susurran. Se cambian de mesa. ¿Quieres que te señalen a ti también? ¿Qué te aparten por estar con la loca?

La palabra, dura y cruel, se quedó flotando en el aire entre nosotros. Claudia palideció. Mateo frunció el ceño, su expresión de confusión tornándose en algo más oscuro, más doloroso.

—No eres una loca —dijo él, con una calma que parecía costarle esfuerzo, cada sílaba sostenida como si se quebrara dentro de su garganta—. Y no nos importa lo que digan.

—¡Pues a mí sí! —grité, y esta vez no pude contener el temblor en mi voz. Mis manos también temblaban, como si intentaran sacudirse un peso invisible—. ¡A mí sí me importa! ¡Estoy harta de ser el centro de atención por todas las razones equivocadas! ¡Estoy harta de ser una carga!

Ahí estaba. La verdad de todo. El miedo que me consumía por dentro. No solo era el miedo al rechazo de los demás, era el terror paralizante a ser una carga para los pocos que se preocupaban por mí. A que se cansaran. A que, eventualmente, la etiqueta de "complicada" pesara más que mi amistad.

—¿Una carga? —la voz de Claudia era un hilito, cargada de incredulidad y dolor—. ¿En serio eso es lo que piensas? ¿Que eres una carga para nosotros?

No respondí. Bajé la mirada, estudiando las grietas en el linóleo a mis pies. Cada una de ellas me recordaba a mí misma: líneas quebradas que nunca terminaban de encajar.

—Elara —Mateo dio un paso hacia mí, pero yo di un paso atrás, manteniendo la distancia. Su mano se quedó suspendida en el aire, y luego cayó a un lado, impotente—. Por favor. No hagas esto.




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