El silencio era lo peor. En el instituto, el murmullo de los rumores se había convertido en un eco lejano, reemplazado por el vacío que yo misma había creado. Ya no había miradas curiosas ni susurros. Solo espacio. Un espacio amplio y frío a mi alrededor, como si llevara un cartel invisible que gritara «¡Aléjense!».
Claudia había dejado de intentarlo después del tercer día. Su mirada, antes llena de fuego y lealtad, ahora era de una decepción resignada cada vez que me cruzaba con ella en el pasillo. Era un dolor sordo y constante en mi pecho, pero lo prefería al agudo terror de ver esa decepción convertirse en alivio cuando me librara de ellos.
Pero Mateo… Mateo no se rendía.
El primer día después de mi retirada, encontré una nota metida en la rendija de mi taquilla. Era un trozo de papel arrancado de un cuaderno, con su letra clara y decidida.
«Los aliens con tentáculos eran aún peores de lo que imaginábamos. Te perdiste nada. — M.»
La notita era como un pequeño puñal en el corazón. La arrugué y la tiré, sintiendo cómo las lágrimas me nublaban la vista. ¿Por qué no podía entenderlo? ¿Por qué no podía dejarme pudrirme en paz?
Al día siguiente, otra. Dobladita con cuidado y pasada por debajo de la puerta del baño donde me escondía durante el almuerzo.
«Claudia le dijo a Sara que su nuevo corte de pelo le hacía parecer un pollo asustado. Casi llegan a las manos. Necesitamos tu arte aquí para documentarlo. — M.»
Una sonrisa involuntaria, amarga y triste, se escapó de mis labios. La apreté contra el pecho, como si pudiera absorber el calor de sus palabras a través del papel. Luego, con un forcejeo interno que me dejó temblando, la tiré por el inodoro y le di a la cadena. Verla desaparecer en el remolino fue como ahogar una parte de mí misma.
El viernes, después de clases, corrí a casa como un alma perseguida. La librería estaba cerrada, Gael había ido a hacer un recado. El apartamento estaba en silencio, frío y oscuro. Me encerré en mi habitación, cerré las cortinas y me acurruqué en la cama, abrazando la almohada, deseando que el mundo entero se desvaneciera.
Y entonces, sonó el timbre.
Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración. ¿Gael? No, tenía llave. ¿Un repartidor? No esperábamos nada.
El timbre sonó de nuevo, insistente.
Con el corazón latiéndome con fuerza, me deslicé de la cama y me acerqué a la ventana que daba a la fachada. Corrí un centímetro la cortina y miré hacia abajo.
Y allí estaba él.
Mateo.
Sentado en el escalón de entrada, con la espalda apoyada contra nuestra puerta. Llevaba una mochila en el regazo y estaba leyendo un libro, como si aquel fuera el lugar más natural del mundo para estar un viernes por la tarde. La luz del atardecer teñía su pelo de tonos cobrizos.
Un jadeo se me escapó. ¿Qué estaba haciendo? ¿No entendía que no lo quería allí? ¿Que no lo quería a “nadie”? La rabia, mezclada con una punzada de pánico, me recorrió. ¿Y si alguien lo veía? ¿Y si los rumores empezaban de nuevo, esta vez sobre él esperando como un perrito faldero a la puerta de la chica inestable?
Retrocedí de la ventana, apretando los puños. ¡Tenía que irse! ¡Tenía que dejar de insistir!
Minutos después, un leve roce me hizo saltar. Algo se deslizaba por debajo de la puerta. Otra maldita nota.
Conteniendo la respiración, me acerqué y la recogí. El papel temblaba en mis manos.
«El escalón está frío y el cemento no es muy cómodo, pero la luz es buena para leer. Por si te lo preguntabas. — M.»
Las lágrimas acudieron a mis ojos, pero esta vez no de rabia. Eran de una frustración abrumadora, de una confusión dolorosa. ¿Por qué? ¿Por qué se quedaba allí, soportando el frío y la incomodidad? ¿Por qué no se iba?
Otra nota, unos minutos después.
«Gael me ha visto. Me ha traído un té. Dijo que sabía que vendría. Parece que conoce a alguien testaruda. El té está bueno. — M.»
Gael. Por supuesto. No se había ido de recado. Estaba dándole espacio… a Mateo. Para esto. La traición debería haber ardido, pero solo me dejó sintiéndome más desnuda, más expuesta.
Pasó una hora. El cielo fuera se oscureció. Yo estaba sentada en el suelo, al otro lado de la puerta, con las rodillas pegadas al pecho, escuchando el giro ocasional de una página de su libro. No leía en voz alta. No llamaba. Solo… estaba. Como un perro guardián silencioso frente a la fortaleza de mi locura.
Otra nota se deslizó por el hueco.
«No tienes que abrir la puerta. No tienes que decir nada. Solo quería que supieras que no estás sola. Aunque tú quieras estarlo. — M.»
Esas palabras fueron el golpe de gracia. «Aunque tú quieras estarlo». Él lo entendía. Entendía que yo estaba eligiendo esto, este frío y esta soledad y aun así, se quedaba. No para forzarme a salir. Solo para recordarme que el mundo exterior aún existía. Que la luz persistía, incluso si yo me negaba a verla.
Un sollozo rompió el silencio de la habitación. Luego otro y otro. Ya no podía contenerlo. El muro que con tanto esfuerzo había construido se resquebrajaba, no por la fuerza, sino por la terquedad silenciosa de su presencia al otro lado.
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Editado: 08.09.2025