El té de Gael, ahora tibio, amargaba un poco en el fondo de la taza de papel. Yo estaba sentada en el escalón, hombro con hombro con Mateo, mirando fijamente las grietas en el cemento de nuestro pequeño porche. El frío de la tarde se colaba a través de mi sudadera, pero era un frío real, tangible, nada que ver con el gélido vacío que había sentido dentro de mí durante días. Ese vacío no tenía estaciones ni medidas; era un invierno perpetuo que ni siquiera el sol más brillante lograba disipar.
Su presencia a mi lado era sólida, quieta. No me apremiaba. No hacía preguntas. Solo estaba allí, respirando al mismo ritmo que la noche que caía a nuestro alrededor. El peso de su paciencia, de su terquedad al quedarse, era un manto pesado sobre mis hombros. Un manto que, contra todo pronóstico, empezaba a calentarme. Cada inhalación suya parecía recordarme que yo también podía respirar, que el aire aún entraba en mis pulmones.
—No fue solo un ataque de pánico —dije al fin. Las palabras salieron roncas, raspadas desde un lugar profundo y oscuro que rara vez veía la luz. Sentí cómo me quemaban la garganta al escapar, como si llevaran demasiado tiempo atrapadas.
Mateo no se movió. No dijo «¿qué?». Solo giró ligeramente la cabeza hacia mí, invitándome a continuar con su silencio. Ese gesto suyo, tan simple, me desarmó más que cualquier discurso.
—En el otro colegio —continué, apretando la taza entre mis manos hasta que el cartón cedió y el líquido tibio amenazó con derramarse—. Lo de mi expulsión. No fue… no fue solo por gritar o romper cosas.
Sentí su mirada en mi perfil, intensa pero no intrusiva. Como si estuviera intentando leer entre las líneas de mi silencio. Mi piel hormigueaba bajo su atención; me daba miedo y, a la vez, me sostenía.
—Fue por… por una pelea —admití, la palabra sabía a ceniza en mi boca—. Con una chica. Le… le rompí la nariz.
El aire se contuvo entre nosotros. Incluso los sonidos lejanos del tráfico parecieron apagarse. Esperé el rechazo, el asombro, el paso atrás instintivo. Esperé escuchar cómo su respiración se aceleraba para tomar distancia. Pero no llegó.
—¿Por qué? —preguntó él, su voz era suave, curiosidad pura, sin un ápice de juicio.
Un temblor me recorrió. La memoria era una cinta que se desarrollaba detrás de mis ojos, vívida y dolorosa.
—Se metía conmigo. Como Sara. Pero… era peor. Más constante. Más… personal. —Tragué saliva, forcejeando por encontrar las palabras—. Un día dijo que mi madre nos había abandonado porque yo era… porque era una decepción. Que nadie podría quererme nunca.
El dolor de esas palabras, incluso ahora, era tan agudo que me doblé ligeramente, como si me hubieran golpeado en el estómago. El recuerdo aún tenía filo, aún sangraba en mis entrañas. Mateo hizo un movimiento leve, como si fuera a tocarme el brazo, pero se detuvo a medio camino, respetando esa frontera invisible que yo no sabía cómo derribar.
—Y yo… —continué, la voz quebrándose—. Algo dentro de mí… se rompió. De verdad. No fue rabia. Fue… fue un estallido. Ceguera blanca. Solo recuerdo el sonido. El crujido. Y luego su grito. Y la sangre. —Cerré los ojos, viendo la mancha escarlata en el linóleo del pasillo, el horror en los rostros a mi alrededor—. Me expulsaron al día siguiente.
El silencio que siguió fue denso, cargado con el peso de mi confesión. Había soltado la bomba. Le había mostrado el monstruo que llevaba dentro, la bestia que había sido capaz de hacer eso. Ahora esperaba el inevitable retroceso, la comprensión de que, al fin y al cabo, Sara y David tenían razón.
Mateo respiró hondo. El sonido del aire llenando sus pulmones pareció romper el hechizo.
—¿Y qué pasó después? —preguntó, y la simpleza de la pregunta me dejó desorientada.
—¿Después? —repetí, confundida—. Después… me expulsaron. Nos mudamos aquí. Empecé en este instituto.
—No —negó él suavemente—. Después de eso. ¿Qué hiciste tú?
Parpadeé, apartando la mirada del cemento para mirarle. Él me observaba con una intensidad serena. Sus ojos tenían esa calma extraña que era casi dolorosa de sostener, como si me viera más allá de mis cicatrices.
—Yo… no lo entiendo.
—Después de romperle la nariz a esa chica —dijo, con una calma que rayaba en lo surrealista—. ¿Volviste a hacerlo? ¿Has amenazado a alguien más? ¿Has… disfrutado con ello?
—¡No! —la negativa salió instantánea, visceral—. ¡Claro que no! Fue… fue un error. Un horrible, horrible error. Lo odié. Me odié.
—Lo sé —asintió él, como si mi respuesta confirmara algo que ya sabía—. Porque eso no eres tú ahora.
Las palabras, simples y directas, me impactaron con la fuerza de un tsunami. No era un «no importa» o un «todo el mundo comete errores». Era una demarcación clara, absoluta. Un antes y un después.
—Pero… lo hice —susurré, aferrándome a mi culpa como a un salvavidas envenenado—. La marqué. Físicamente. Soy… soy capaz de eso.
—Sí —admitió él, sin apartar la mirada—. Fuiste capaz de eso. En un momento de dolor insoportable, empujada más allá de tu límite, hiciste algo terrible. —Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con cuidado—. Pero no es lo único de lo que eres capaz, Elara.
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Editado: 08.09.2025