
La tregua que había encontrado con Mateo era frágil, un cristal fino sobre el que caminaba con cuidado, temiendo que en cualquier momento pudiera quebrarse bajo el peso de mi pasado. Pero era una tregua, al fin y al cabo. La luz del día se filtraba a través de las grietas de mi armadura, y por primera vez en semanas, no me apresuraba a sellarlas.
Fue en uno de esos raros momentos de calma, un martes por la tarde, cuando llegó. Estaba en la trastienda de la librería, reorganizando una caja de libros antiguos que olían a polvo y a historias olvidadas. Gael estaba en el mostrador, silbando suavemente una melodía que no reconocía mientras etiquetaba una pila de novedades.
El sonido del buzón al ser abierto y luego cerrado con un golpe seco cortó el silencio. Escuché los pasos de Gael cruzar la tienda, el crujido del felpudo al recoger el correo. El susurro de papeles siendo hojeados.
Luego, un silencio diferente.
Un silencio espeso, cargado, que hizo que me enderezara, con la espalda protestando por el esfuerzo. Asomé la cabeza por la puerta de la trastienda.
Gael estaba de pie junto al mostrador, con un sobre grande y grueso de cartón en las manos. No se movía. Su postura, habitualmente relajada, estaba rígida. Su perfil, iluminado por la cálida luz de la lámpara de pie, estaba pálido, la mandíbula apretada. Sus ojos, ocultos tras las gafas, recorrían una y otra vez la dirección de la remitente impresa en la esquina superior izquierda.
«Universidad de Edimburgo. School of Literatures, Languages and Cultures»
El corazón me dio un vuelco brusco y doloroso. Edimburgo. La palabra resonó en el silencio de la librería como un disparo. Sabía que se había presentado. Lo sabía. Él me lo había dicho, con una sonrisa tímida y expectante, hacía meses. «Es una locura, Elita. Ni siquiera espero que me cojan. Pero… ¿y si sí?».
Y ahora, ese «y si sí» estaba entre sus manos, tangible, pesado.
—¿Gael? —llamé, mi voz sonó débil en la quietud.
Él se sobresaltó, como si se hubiera olvidado de que yo estaba allí. Su cabeza giró hacia mí, y por una fracción de segundo, vi la emoción cruda en sus ojos: una explosión de esperanza, de orgullo, de… terror. Puro terror.
—Ah, eh… nada —dijo, y su voz sonó forzada, artificial—. Solo… correo. Publicidad.
Con un movimiento rápido, casi furtivo, deslizó el sobre debajo de un montón de papeles que había sobre el mostrador. El sonido del cartón raspando contra la madera fue un chirrido estridente que me erizó la piel.
—¿Publicidad? —pregunté, avanzando un paso hacia él. El polvo de los libros antiguos aún me cubría las manos, pero lo sentía como una capa de suciedad sobre mi piel—. Parecía… importante.
—No —negó él, demasiado rápido. Se quitó las gafas y se frotó los ojos con los dedos índice y pulgar, un gesto que solo hacía cuando estaba exhausto o profundamente preocupado—. Tonterías. ¿Has encontrado ya ese ejemplar de Rayuela que buscábamos?
El cambio de tema fue tan burdo que casi duele. Me miró, intentando una sonrisa que no llegó a sus ojos. La tensión en sus hombros era visible, como si llevara una carga invisible que acabara de hacerse insoportable.
—Todavía no —respondí mecánicamente, mis ojos fijos en la pila de papeles que ocultaban la carta.
Edimburgo. Escocia. A miles de kilómetros. Un océano de por medio.
El resto de la tarde transcurrió en una extraña coreografía de evasiones y silencios elocuentes. Gael estaba distraído. Rompió un vaso al lavarlo, algo que nunca hacía. Se equivocó dos veces dando cambio a un cliente. Y sus ojos, una y otra vez, volvían a esa pila de papeles en el mostrador, como si el sobre emanara una radiación que solo él pudiera sentir.
Yo intenté concentrarme en los libros, pero las palabras se mezclaban ante mis ojos. Edimburgo. La palabra era un tambor que sonaba en mi cabeza, un ritmo sordo y amenazador. Abandono. Era la misma historia. Siempre la misma historia. La gente se iba. Se iba a universidades, a nuevas vidas, a lugares lejanos donde yo no existía.
Pero Gael… Gael no era ellos. Él me había prometido. «No voy a abandonarte. No hoy. No mañana».
¿Y qué pasaba con «después de mañana»? ¿Qué pasaba con «dentro de meses»?
La sombra de la universidad se cernió sobre la librería, oscureciendo incluso los rincones más acogedores. El aroma a papel y café de repente olía a despedida.
Al cerrar la tienda, Gael recogió el correo con movimientos bruscos. El sobre de cartón estaba en la parte superior. Lo vi mirarlo, su expresión un tira y afloja entre la ilusión y la angustia.
—¿Vas a abrirlo? —pregunté, sin poder contenerme.
Él se quedó paralizado. Luego, con un suspiro que parecía salir de lo más hondo de su ser, metió el sobre en su mochila, sin abrirlo.
—Más tarde —murmuró, evitando mi mirada—. Tengo hambre. ¿Qué tal si pedimos pizza? La de pepperoni que te gusta.
Era otro intento de distracción. Un cebo para cambiar de tema, para fingir que aquella bomba de relojería no estaba entre nosotros, en su mochila, esperando.
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emociones y sentimientos, soledad y tristeza, hermano y mejores amigos
Editado: 22.10.2025