Recuerdo el frío filo que la hoja causó;
los surcos rojos que se dibujan en la carne.
No soy un santo que ha expiado sus pecados;
soy un ser humano que ha buscado el dolor.
No justifico los hechos, aunque los he pasado por alto;
no cabe la hipocresía y la doble moral.
Lastimé sin pudor el templo habitado,
causando un daño irreparable en mi humanidad.
Porque tuve miedo de afrontar las cosas;
porque fui cobarde frente al dolor real.
Mejor el dolor físico que el emocional,
mejor los surcos en la piel que las lágrimas en su caudal.
Estúpidas palabras que susurran en mis oídos,
instándome a que las tijeras rebanen mi piel.
Nadie teme al tétanos cuando se siente el metal;
nadie teme a las transfusiones si te vas a desangrar.
El gusano en mi mente sigue hablando,
rogándome para que me autolesione una vez más.
Porque es más dulce el ardor en la calma;
es más placentero que afrontar la realidad.
Y me detengo,
observando la blancura en mis antebrazos.
Pero no están libres de cicatrices;
no pudieron sobrevivir cuando cometí aquella barbaridad.
Cada temporada lucho con la tentación de hacerlo,
y cada grito o queja a mi alrededor me alienta.
No quiero volver a lastimar este templo;
no quiero romper la promesa que mi conciencia pactó.
Pero el gusano en mi cabeza sigue vivo,
a espera que dé un simple paso en falso.
Como un guardia que no es esquivo,
anuente a completar su única misión.
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Editado: 12.09.2024