Franco soltó un suspiro dejando el libro que se encontraba leyendo junto a sus gafas en la mesita de noche para levantarse del sofá y acercarse a Alex.
―Dime qué sucede, Alex ―casi le suplicó observándola.
Alex seguía mirando a todas partes, incluso dentro del apartamento. La veía nerviosa y apenas pudo comer algo antes de devolverlo una vez más.
―No puedo ―le escuchó decir en voz muy baja.
Aquello le sacudió el cuerpo. Ella lo sabía, había descubierto quién era y entenderlo le asustó un poco.
―Puedes confiar en mí ―la presionó un poco más para doblegarla.
―No…
―Alex…
―No puedo, Franco ―susurró alzando la mirada, notando el tormento en sus cristalinos ojos.
―Perdóname ―le pidió, al acercarla a su cuerpo.
Ella negó suavemente con la cabeza oculta en su pecho.
―Lo siento ―suplicó Alex con aflicción.
―Vamos a dormir ―la convenció Franco, llevándola a la cama.
―¿Puede quedarse conmigo? ―le pidió ella, aferrando su camisa con ambas manos.
Quería negarse, pero ver la angustia reflejada en cada una de sus facciones le hizo quedarse. De todos modos sabía que, si se iba a su habitación, no iba a poder dormir al pensar que la había dejado sola.
―Tengo miedo ―le escuchó decir, confundiéndolo.
―¿De qué? ―le preguntó, pero no escuchó respuesta y, al mirarla se dio cuenta de que se había quedado dormida―. ¿Quién eres? ―dijo en un bajo susurro.
Con un pesado suspiro la arropó entre sus brazos. No sabía en qué creer. No quería juzgar a Alex por su pasado, pero sabía que había cosas que Ray no había querido contarle. Aún así creía en la Alex que conocía, en la que había llevado a su casa y de la que se había enamorado. Ya no podía negarlo más.
Aunque tampoco quería ser imprudente. Quería a Alex a su lado, pero si eso arriesgaba la vida de sus amigos y de su familia, lo mejor sería alejarse. Había decidido esperar a que Alex estuviera lista para contarle la verdad, pero sentía que el tiempo se estaba terminando.