Metrópolis

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Me siento raro al comenzar esta historia con la típica frase “cuando era niño”; más aún cuando ni siquiera sé qué soy ahora, pero quiero creer que es la mejor forma de establecer un punto de partida.

De dónde vengo, no existe una diferenciación de estaciones. Puede ser invierno o verano, pero siempre existe el mismo ciclo de lluvia torrencial y viento afilado. Incluso me llegué a convencer de que fue entonces que perdí la noción del tiempo-espacio. Tampoco existe el otoño ni la primavera, como pare ver colores en los árboles o ver la muerte en sus hojas. En esta ciudad donde el sol nunca sale, nada más tenemos oportunidad de cielos grises y noches nubladas, donde ni la estrella más brillante se atreve a asomarse para inspeccionar nuestro comportamiento. Es una de esas ciudades de las que H.P. habrá querido hablar y no ha podido.

Hace frío, como todas las tardes que debo quedarme en la escuela; mamá y papá trabajan muy duro todos los días y mamá hace su esfuerzo adicional para velar por mí y mis hermanos mayores, dado que a papá parece no importarle en lo más mínimo cualquier cosa que no sea su trabajo.

Tengo dos hermanos mayores jugando conmigo en las resbaladeras de piedra en la escuela; de nueve y siete años respectivamente. Yo tengo cinco.

La escuela es inmensa. Separa perfectamente en secciones de prebásica, básica elemental, básica media y bachillerato. Nos encontrábamos en la zona de prebásica jugando con lo que pudiéramos.

Esas malditas resbaladeras me raspan la espalda cada vez que bajo por ahí y la leve elevación hacia arriba al final de la losa hace que salga disparado y me termine clavando piedras en las rodillas. Era doloroso, pero estaba con mis hermanos y era lo que más quería.

Todos los días de todas las semanas debíamos quedarnos en la escuela hasta pasadas las seis de la tarde, cuando el sol era completamente opacado por las grises nubes provenientes del volcán en erupción repletas de cenizas.

Nuestras mochilas y loncheras en el graderío de grava marengo y uniformes desgarrados por las travesuras en las que siempre nos envolvemos; el sol brilló por primera vez, o eso quisiera decir.

Otro niño de la generación de mi primer hermano mayor llegó corriendo hacia nosotros llevando nada más que su calzoncillo blanco a gritar que la piscina estaba abierta y nos dieron permiso para entrar. A eso me refería cuando dije que el sol brilló.

De inmediato nos dirigimos a tomar nuestras cosas y corrimos a los vestidores para entrar con lo mínimo indispensable a bañarnos. El agua estaba fría y tenemos una fobia comunitaria de entrar a la piscina grande. Como niños que somos, estamos en nuestro límite en la piscina pequeña que mantiene una temperatura aceptable para no sufrir de hipotermia tomando en cuenta el frío que hace en el exterior.

Nadamos y reímos, olvidando el olvido de nuestros padres hacia nosotros. El otro niño sabe que sus padres murieron hace algunas horas en un horrible accidente de tránsito en el que un camión de seis ejes dejó caer su remolque sobre un pequeño Chevrolet Spark, dejando a la pareja veinteañera irreconocible.

Él lo sabe; y sin embargo ríe, juega, chapotea, salta, canta, baila, se cae, se golpea, sangra, llora, se ahoga y finalmente muere como cualquier niño normal en esta escuela. Es un niño muy amable que siempre nos compra bolos de sabores y nos acompaña a jugar fútbol con las latas que encontramos en el parque. Es un gran niño.

Hicimos el respectivo concurso de quién aguanta más tiempo bajo el agua, y él lleva ahí cerca de cuatro años desde que cayó y lloró. Tal vez sea un jugador excepcional o solo tiene vergüenza de que los demás niños lo veamos llorando.

Cuando el agua se bañó en rojo profundo, decidimos salir y jugar en las canchas. La refrigeración artificial de la piscina cubierta dejó helado al niño que seguía empecinado en demostrar que era el mejor aguantando la respiración hasta el punto en que su piel se tornó azul.

No le dimos mucha importancia; en su lugar, fuimos de vuelta a los vestidores para encontrarnos con el hedor putrefacto de Cindy: la niña del casillero.

Solía ser una niña bastante tímida con coletas y lazos rosados. Es constantemente discriminada por ser gorda desde que vomitó en plena clase, diciendo que eso sucedió por haber desayunado sopa de chocolate con pollo. Yo soy un experto en combinaciones alimenticias, pero jamás he escuchado sobre eso antes.

El casillero la tenía amarrada dentro con un cableado de alambres azules, verdes y rojos con las puntas peladas y sacando chispas que se movían alrededor de su cuerpo por voluntad propia. Eso lo sabemos porque podemos ver a través de las hendiduras metálicas características de los casilleros.

Cindy es muy tímida, pero habla con nosotros cuando nos acercamos amablemente. Su voz es ronca y grave, casi robótica, y solo puede responder en patrones de sí y no.

Su edad es corta; sin embargo, tiene las respuestas a todo lo que se le pregunte, menos para la pregunta del millón de dólares: ¿por qué moriste? Ella solo se queda callada y nos deja escuchar el retortijón de su cableado triturando cada una de sus extremidades tan lento y tan íntimo que ni siquiera dan ganas de seguir ahí. Me atrevo a decir que eso es respuesta suficiente.

Estamos hablando con ella como de costumbre, pero no podemos dejar que nos vea tapándonos la nariz, porque dejó bastante en claro que eso la hace enojar cuando se comió la mitad del cuerpo de Pulpo, el niño parapléjico del famoso Incidente de los Vestidores.




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