Mi amante, el príncipe de jade.

Heroína

El cielo retumbó con un trueno que no provenía de las nubes, sino de la guerra.

Desde lo alto, el Reino de los celestiales se alzaba como una fortaleza sagrada suspendida entre nubes doradas y columnas de luz. Las torres brillaban con una pureza cegadora, pero bajo su resplandor no había justificación para lo que su señor había hecho, solo juicio.

Los vampiros y brujas ascendían como un enjambre oscuro desde las llanuras del exilio, atravesando el aire con alas de sombra, runas voladoras y maldiciones silentes. No buscaban hablar, sino dar un masaje de guerra. Con un solo canto, las huestes celestiales activaron su defensa: un domo de cristal divino se expandió como un latido en cámara lenta, cubriendo la ciudad celestial. Era hermoso, tallado con miles de runas flotantes que giraban y parpadeaban como estrellas vivas. Su superficie vibraba con un canto armónico que hacía sangrar los oídos de los profanos.

—¡No permitan que los impuros crucen el umbral! —gritó el capitán de los serafines, su lanza resplandeciente como un sol en miniatura.

Desde las runas suspendidas, comenzaron a disparar rayos de luz purificadora. No eran flechas ni lanzas: eran juicios materializados, con la forma de espadas de energía que caían como relámpagos sobre las filas enemigas.

Pero los vampiros no temían la luz. Habían aprendido a bailar entre sombras aún más crueles.

Los primeros en impactar contra el domo fueron los guerreros de infantería, los vampiros de sangre antigua. Sus alas negras, hechas de magia y osamenta, golpeaban el escudo con una furia salvaje. Las brujas les seguían, montadas en artefactos voladores hechos de raíces y fuego, trazando círculos en el aire para romper el ritmo sagrado de las runas, era una obra de arte devastadora.

La General del ejercito, alzó su bastón tallado con huesos de mártires.
—¡No queremos destruir! ¡Queremos justicia! —gritó, y su voz retumbó contra el domo, haciendo vibrar las escrituras grabadas en él.

Pero los ángeles no escuchaban.—algunos no sabían por que eran atacados y claramente veían a nuestros amigos como enemigos.

Y entonces, la magia antigua se desató.

Las brujas comenzaron a escribir en el cielo con fuego carmesí y púrpura, runas vivas que se enroscaban como serpientes en las grietas del domo. Los hechiceros canalizaron su energía vital, alimentando los hechizos con sangre voluntaria. No era una batalla cualquiera: era un sacrificio.

La cúpula celestial comenzó a agrietarse.

Y en ese momento, Azazel dio la cara como jefe de guerra.

Con su armadura resplandeciente, descendió junto a su ejercito como meteoros, portando espadas hechas de plegarias endurecidas. Atacaban en formación perfecta, como un solo ser hecho de alas, acero y obediencia. La tierra tembló bajo sus pisadas. Pero no hallaron terror… solo resistencia.

Sin embargo sus ataques no mataban a nuestra amigos, solos los encerraban en esferas de luz para aterrizarlos a la tierra y encerrarlos ahí para que no regresara a pelear.

—¡No queremos sangre derramada! Regresen a sus tierras y dejen sus ataques en el olvido, jamás podrán vencernos.—exclamó Azazel con voz de trueno.

Los vampiros, con garras y colmillos, no retrocedieron. Las brujas, con sus rostros pintados de guerra y ojos iluminados por el dolor la ira, tejieron escudos de sombra para proteger a los caídos.

—Es demasiado tarde querer la paz cuando se señor ha profanando el castillo del rey de todo y ha raptado a sus hijos.—gritó Beatriz mientras disparaba flechas espirituales desde su runa gigante.

—Les hemos mandado la ayuda que necesitan, esta guerra es contra Teldrasil, no contra Alistar, si van a vengarse de alguien que sea de él y no de el reino entero.

Azazel invocó a los quefaris, unos gigantes alados envueltos en plumas blancas y aros y estos comenzaron rezar haciendo que todo el ejercito del rey d todo desapareciera y fuera llevado a tierra firme, mientras que desaparecían Alistar de su vista para no ser encontrada.

—¡Noooo!—gritó Beatriz a voz en cuello mientras caía de golpe entre la hierva.

—¡Malditos cobardes!—expresó Emir lanzando un rayo al cielo.

Lía se había quedado sin aire, estaba morada, tan segura de que su corazón ya no podía soportar la pérdida de nadie más, Emm, su niño, su hijito…fue inevitable no recordar todas sus vivencias.

A través del espejo encantado, solo quedaba mirar. Allí estaba él, su hijo mayor, retorciéndose en los últimos espasmos de la muerte, ella lo veía con esa forma de niño de cinco años, indefenso, la necesitaba…su alma ardía de impotencia. Gruñía como si el dolor pudiera espantarse con dientes afilados. Y ella, al otro lado del cristal, solo podía llorar.

Gritaba su nombre, pero el espejo no dejaba pasar la voz. Golpeaba el marco, implorando una rendija, una grieta, algo que le permitiera atravesarlo. Pero no. El espejo era cruel en su perfección: mostraba todo, permitía sentirlo todo… excepto tocar.

Ella lo había amado contra toda lógica, contra todo prejuicio.Lo había rescatado del inframundo, de su salvajismo, de su odio. Le había enseñado a dormir sin miedo, a reír, a confiar. Lo había amado cuando era todo lo que los demás temían. Y él, con torpeza, con ferocidad, la había amado de vuelta. La había llamado "mamá" con un hilo de voz rota que aún le ardía en el pecho.

Pero ahora se iba como agua entre sus dedos pálidos.

Su corazón—ese órgano fatigado, marchito por las batallas y las pérdidas que ambos habían enfrentado—ya no resistía. Y ella lo sabía. Sabía que en cuanto sus ojos se cerraran, ya no volvería a abrirlos. Él moriría. Y ella no podría abrazarlo. No podría acunarlo como antes. No podría cantarle hasta que el miedo se fuera y todo lo que podía hacer era mirar, Mirar cómo el espejo le arrebataba lo que más amaba en el mundo.

Y entonces gritó. No palabras. No plegarias. Un lamento que desgarró el ambiente funebre, que hizo temblar la sala, que rompió su alma en fragmentos tan filosos como su dolor. Porque no era solo la muerte de su hijo. Era la imposibilidad de sostenerlo. De despedirse. De decirle una última vez que lo amaba más que a su propia existencia.




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