Mi amante, el príncipe de jade.

El tribunal de Altesis

Los coros silenciaron sus voces y el aire, siempre pulcro y armonioso, cargaba con un aroma estancado, como si todos en Alestis respiraran con dificultad. Las columnas del Gran Atrio temblaban suavemente, no por el viento —que no osaba entrar— sino por la ausencia de quién decía estar presente.

En el centro del Tribunal de la Alta Luz, el estrado sagrado brillaba con menor fulgor. El trono vacío del Primer Arcángel “Teldrasil”—quien debería presentarse a responder por sus actos— ardía lentamente con una luz oscura, como si su propia esencia se hubiese corrompido más allá del perdón. No hubo testigos de su facción. Ningún serafín ni trono ni virtud se presentó en su defensa. El señor de la sabiduría y la justicia había sellado sus puertas.

Desde los mármoles celestes, los demás señores de los ángeles contemplaban en silencio, sus rostros tallados por la decepción, el desconcierto y una creciente sospecha. El orden eterno temblaba. Lo que jamás debió romperse, ya estaba hecho pedazos.

—Todos han sido testigos de su falta.—proclamó el Segundo al mando, Azazel el regente de la guerra, su voz contenida como el trueno previo a la tormenta y añadió—se ha hecho el llamado tres veces, el cual se ha negado a responder. No está presente, ni él , ni nadie de las tierras que gobierna, ha traído la guerra sin consentimiento de este consejo, sabe lo que hizo, por eso se niega a dar la cara, es eso o no le da importancia a sus actos retorcidos.

Un murmullo recorrió las bancadas celestes. Algunos de los Dominadores alzaron sus alas en señal de protesta, otros bajaron la mirada. Los más sabios, los más antiguos, temblaban en sus tronos, no por miedo al juicio, sino porque reconocían el final de una era.

—Que quede claro, que su crimen no se limita únicamente al gran imperio de Alestis. Ha descendido a la tierra, ha roto el pacto con las razas mortales. Ha tomado a los herederos del trono vampírico —continuó Azazel conteniendo su furia, clavando la mirada en los asientos vacíos del Norte—, como un ladrón, como un demonio. Y ha iniciado una guerra sin decreto.

Uno de los ángeles del Oeste golpeó con fuerza el suelo con su bastón. Una grieta apareció. Jamás, en eones, había sido tan evidente la fractura del alma de ningún gobernante.

—¿Qué será de nosotros si los ángeles mismos declaran la guerra a los reinos bajo su custodia? ¿Quién nos llamará guardianes entonces? —preguntó una voz anciana, desde la penumbra.

Y la atmósfera, ya densa, se volvió irrespirable.

Azazel cerró sus alas lentamente. Una lágrima de oro corrió por su mejilla. El hermano al que había amado desde el primer amanecer ahora se ocultaba tras murallas de orgullo y llamas de odio. No había juicio justo posible si el acusado negaba su divinidad, si se había convertido en otra cosa.

—¿Como es posible que nuestro líder se haya corrompido? Me niego a creer que el regente de la sabiduría y el buen juicio sea un demonio sin alma…—expuso un vigilante que era una luz como aureola.

—¡El señor Azazel tiene razón! Ha traído a nuestras puertas a esos vampiros y hechiceros, si no hubiera sido por él, hubiéramos muerto a manos de unos herejes.—contribuyó un águila dorada.

—¡Fue por culpa de su santa! !Se corrompió por ella!

—¿acaso es tan difícil creer que no lo haya contaminado? ¡Ella es la culpable!

—¡No digan tonterías! La santa aunque demonio, no ha hecho más que ser la justiciera de Alestis en nombre del señor Teldrasil, no busquen más culpables.

—El señor Teldrasil ha faltado a su juicio ¿como procederemos entonces? Debe redimirse, ayudarlo a regresar al buen camino, es nuestro líder después de todo.

—¿Que hay si se arrepiente? ¿Que tal si finge estarlo?

—Entonces no lo juzgaremos con un honor que no merece —declaró Azazel con amargura—. No como un hermano. Ni como un ángel. Lo enfrentaremos como a lo que es: un tirano caído, un usurpador de la luz.
La guerra ha comenzado.

El cielo entero enmudeció. La condena no había sido pronunciada, pero su eco ya comenzaba a devorar las estrellas.

Después del tribunal, cuando la multitud celestial se dispersó con alas pesadas y murmullos de duda, el Segundo los hizo llamar.

No en público. No ante los ojos del Consejo. Porque la vergüenza verdadera no se grita: se pronuncia en susurros afilados, en salas oscuras donde no hay eco para la mentira.

La Cámara de las Promesas —donde juraron lealtad en tiempos antiguos— fue el sitio elegido. Un salón de mármol desgastado, silencioso como un sepulcro. El aire estaba frío, no por el clima, sino por la ausencia de luz verdadera. Aquel lugar, que alguna vez brilló con la fe del Cielo, ahora parecía el interior de una tumba compartida.

Ellos ya lo esperaban. Tres ángeles, altos, hermosos, eternos… y vacíos. Ninguno alzó la mirada cuando su hermano entró. Ni uno se atrevió a pronunciar palabra.

El tribunal había cerrado sus puertas y Azazel caminó hacia sus hermanos, Sent y Albafica, sin prisa, sus pies resonando sobre el mármol como martillos sobre un ataúd.

—Mírenme.—les ordenó con una calma que se sentía mortal, pero estaban con los hombros encogidos.

Tenían temor de él.

—¡Que mi miren les dije!—exclamó Azazel con voz fuerte.

Sent levantó la vista, apenas. Albafica apretó los labios con rabia silenciosa. Sephora estaba presente sólo cerró los ojos cuando sintió la ira de Azazel, más no se interponía, lo apoyaba en todo.

—Se supone que somos hermanos, de sangre pura y sagrada, forjados con dolor en la primera llama ¿y aun así nos han hecho esto? ¡Vieron perder la cordura en su hermano mayor y no hicieron nada! ¿Como se hacen llamar guardianes? ¿Como se atreven a llamarlo hermano si no lo ayudan?

No hubo respuesta, sus cuerpos rígidos temblaban inconscientes.

—¿Creen que lo hicieron por lealtad? ¿Por miedo? ¿Por codicia? ¿Querían ganar su favor aun si eso les hacía perder el alma? ¿Por que razón se mancharon con su sombra?




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