Mi amante, el príncipe de jade.

Cuando el viento susurra tu nombre

Afuera, el mundo se desangraba en sombras y gritos, la paz era amenazada por sus enemigos, pero en los jardines del palacio del reino vampírico, el tiempo se había detenido. La guerra parecía un eco lejano, incapaz de tocar el pequeño refugio de flores marchitas y árboles retorcidos por la noche perpetua. Allí, entre la maleza encantada y los susurros del viento oscuro, caminaban juntos el príncipe Aspen y su amada Gia.

Sus pasos eran lentos, temblorosos, como si temieran que el más leve movimiento quebrara la magia del instante. Él la miraba de reojo, sin atreverse a sostenerle la mirada por más de unos segundos. Ella sonreía apenas, con esa dulzura rota que sólo conocen quienes han sobrevivido a demasiadas despedidas.

Y sin embargo, el amor flotaba entre ellos. No dicho, no pedido, no exigido. Sencillamente estaba allí, latiendo con fuerza en sus pechos agitados, en los dedos que se rozaban tímidamente al andar, en el silencio que compartían como si fuera una canción sagrada.

Se pertenecían. No por un juramento, ni por una corona, ni por un hechizo. Se pertenecían porque sus almas, antiguas y desgastadas por el dolor, se habían reconocido en medio del caos. Y ahora temblaban, como niños que acaban de descubrir que el amor existe, incluso cuando todo lo demás se está derrumbando.

Cuando finalmente sus manos se entrelazaron, fue como si la noche entera suspirara. No había fuego ni pasión desbordada. Sólo una ternura casi insoportable, la clase de amor que no necesita palabras porque lo dice todo con un roce, con un gesto, con un suspiro compartido bajo la luna ensangrentada.

—Es una noche muy bonita…—exclamó Gia con una timidez tierna, tenía las mejillas salpicadas de encanto.

Aspen seguía mirándola. La miraba como se mira a lo sagrado, como si con sólo posar los ojos sobre ella fuera a cometer un acto hermoso. Le temblaban los labios. No por miedo, sino por una ternura feroz que le apretaba el pecho y le pedía besarla, aun si fuera un beso robado, de esos que saben a eternidad. Porque los besos robados —y más aún entre antiguos enemigos— son los que arden más dulce en la memoria.

—Para mí…tu luces más bonita.—dijo Aspen y al instante carraspeó la garganta esperando que sus palabras no se hubieran escuchado, pero era demasiado tarde, las mejillas de Gia se ruborizaron al instante.

—¿Que? ¿Me dirás que a tus ojos dejé de parecerme a un mono? Jeje…

—Ya te pedí perdón… ¿podríamos dejar eso en el pasado? Los monos no tienen tanta belleza, digo…no se ven así de lindos…

El aire se volvió rosado, como si los suspiros que no se atrevían a soltar colorearan el cielo. Luciérnagas danzaban alrededor de sus pasos, marcando un sendero luminoso entre los árboles dormidos. Los grillos cantaban una melodía suave, romántica, como un himno dedicado sólo a ellos.

Había magia en el aire. No la de los hechizos ni los conjuros, sino la que nace cuando dos corazones enemigos deciden rendirse, no ante la espada, sino ante el amor. Un amor que llegó como una herida lenta, pero que ahora florecía con fuerza, salvaje, indetenible.

Y aunque sus manos aún no se tocaban, todo en ellos gritaba que ya se pertenecían. Que el amor había ganado.

—Tu eres más lindo…

Aspen detuvo sus pazos, tomó la mano de Gia y entre lazó sus dedos con los de ella y mientras la miraba fijamente exclamó:

—Gracias por todo lo que hiciste por mi, por mi familia, los Romani estaremos eternamente agradecidos, me devolviste a mi hermano, Ban no es más mi familiar, él podrá crecer como un niño normal, le regresaste a mis padres la oportunidad de criarlo con amor y le diste paz al corazón de Minerva y al mío también, he buscado la manera de demostrarte cuan agradecido estoy por todo esto.

—¿Y como lo harás?—le preguntó la bruja con ojos anhelantes, se mordió los labios esperando que esa bonita boca se posara sobre los suyos.

—Pidiéndote perdón por la forma en la que te traté en el pasado, diciéndote todo lo que mi corazón siente por ti.

—¿Que es lo que siente tu corazón?

—Desde el primer momento en que te vi… supe que ya no habría regreso para mí, estaba perdido.

Su voz era apenas un susurro, temblorosa, como si cada palabra se le desprendiera del alma con dolor y dulzura. La noche los abrazaba, y entre el canto de los grillos y el resplandor dorado de las luciérnagas, el príncipe al fin se atrevió a decir lo que por tanto tiempo le ardía en el pecho.

—Te vi en aquel río cristalino, con el cabello empapado y esos ojos azules que no deberían pertenecer a este mundo. Creí que eras una ninfa. Una criatura hecha de agua y luz… Y pensé: “jamás he visto algo tan hermoso”. Me dolió, ¿sabes? Me dolió que no te gustara ni un poco. Que tu mirada no se detuviera en mí como la mía se detenía en ti, eras la primera persona que no se quedaba pasmada por mi apariencia.—confesó aspen con vergüenza.

La bruja lo miraba en silencio, sin aliento, una sonrisa tierna se dibujó en su rostro. Él bajó los ojos por un momento, como si le pesaran los recuerdos.

—Fui un estúpido. Un cobarde. Pensé que si te molestaba, si te llamaba nombres horribles, si te hacía enojar... tal vez entonces me mirarías. Tal vez entonces me querrías un poco. Pero nunca fui bueno con las palabras, y mucho menos con los sentimientos. Tú me hacías sentir vulnerable, ridículo, pequeño… y enamorado. Siempre enamorado.

Alzó la vista, y sus ojos de príncipe maldito brillaban como carbones encendidos en la penumbra.

—Me ponía celoso cuando alguien se te acercaba, cuando otro hombre te hablaba, cuando reías con alguien más. Quería ser yo quien te hiciera reír. Quería que tus ojos buscaran los míos. Y no sabía cómo pedirlo, cómo decirlo… cómo no arruinarlo todo. Pero ahora, si he de morir mañana, si esta noche es la última que me es concedida a tu lado… entonces déjame decirlo con toda mi alma y con toda seguridad:

Dio un paso hacia ella, temblando, como si confesarse fuera más difícil que pelear una guerra.




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