Carin había saltado por encima de aquel soldado y por si fuera poco, lo pateó con sus patas traseras estampándolo contra la pared dejándolo inconsciente, al pobre se le salió el alma por lo sofocado que había quedado.
—¡Eso Carin! ¡Buen golpe! Jajaja.—dijo Minerva con una sonrisa brillante, Isabela no pudo contener más la risa y también se echó a reír a voz en cuello.
—Jajajaja, puede ver su alma salírsele del cuerpo jajaja.
—Espero no haberle quebrado las costillas y si sí ¿regreso a rematarlo para que no sufra?—preguntó la loba con una inocencia mortal.
—Naaa, déjalo dormir, es un vampiro, estará bien.—expuso Minerva y las tres siguieron con su camino.
—Oigan deberíamos haber traído zapatos.—insistió Isabela mirándose los pies descalzos.
Y cuando habían salido del castillo, se cruzaron con un felino muy peculiar, se trataba de Lírica, el cual se había retirado de la fiesta porque no le gustaba mucho el ruido, estaba en su forma domestica, pero sus ojos felinos brillaban en la oscuridad y al verlo, Carin frenó de golpe y el pelo se le erizó como si estuviese viendo algo peligroso.
Venía con los ojos adormilados y bostezando, la mirada se le cruzó con el de aquellas peculiares damas.
—¡Ay! ¿Que es eso?—preguntó Isabela tratando de enfocar la vista.
—¿Será un tlacuache?—añadió Minerva confundida, pues no se veía nada.
—Huele a gato.—expuso Carin mientras olfateaba.
—¿Un gato?
Su maullido era suave, casi melodioso y eso les llamó aun más la atención. A un lado del camino, entre las sombras, emergió un gato de pelaje oscuro y lustroso, con ojos como brasas apagadas y una cola que se curvaba con elegancia perezosa.
—¡Mírenla! —exclamó Minerva con ternura—. ¡Qué hermosa gata!
Sin dudarlo, lo alzaron con delicadeza, y el animal se dejó hacer, ronroneando con la fuerza de un motor antiguo. Se acurrucó en el regazo de una de ellas como si hubiera nacido para eso, lamiendo una mano aquí, rozando su cabeza allá, y amasando con sus patas la bata d dormir de la princesa Minerva—Debe estar solita —Insistió la flor del imperio—. Pobrecita.
Pero nada más lejos de la realidad. El supuesto felino indefenso no era ni hembra ni inocente: era un ente astuto y milenario atrapado en su forma domestica. En realidad, no las había seguido por cariño. Olfateó el olor inconfundible del pescado que llenaba una bolsa colgando del brazo de una de ellas, y decidió que su dignidad era negociable.
Cazar por sí mismo requería esfuerzo, y él detestaba el esfuerzo. Así que allí estaba: lamiendo mejillas, ronroneando con teatralidad, y refregándose con descaro mientras pensaba en su banquete inminente.
Minerva le rascó la barriga.
—¿Quién es la más bella del mundo? ¿Quién lo es? Tú, mi linda gatita…
El familiar entrecerró los ojos, se estiró y pensó, con cierto fastidio:
“Gatita… Si tan solo supieran.”
—Pobrecito, hace frió, se puede enfermar.—dijo Carin al verlo tan esponjadito.
—Una criatura como él debe estar acostumbrado a vivir en a calle.—exclamó Isabela encogiéndose de hombros.
—Se ve gordito, no parece de la calle ¿y si lo adoptamos solo por esta noche?—propuso Minerva mientras le llenaba de besos, nunca había acariciado a ninguno por su antigua condición.
—Huele a gato, pero a la vez huele raro.—decía Carin en su mente, pero le daba igual, pues le parecía muy lindo.
—¿Qué? Y si está lleno de pulgas y se las pega a Carin o nosotras?
—Mírala ¿Acaso te parece que esta cosita hermosa tiene pulgas o garrapatas?
Lírica comenzó a ronronear y comenzó a restregarse sobre Minerva y ella se conmovió mucho y después saltó sobre Isabela pues ella tenía la bolsa de comida, podía oler el pescado a kilómetros.
—Awww, mira, quiere convencerte de su lindura.
—¿Oye cosita fea no estas pulgosa?
Lírica volvió a maullar y al fin las tres aceptaron que el gato fuera con ellas, alzaron a Lírica para ver si era macho o hembra y decidieron creer que era una chica al igual que ellas.
—¡Genial! ¡Ahora somos cuatro!
Así fue como Lírica se unió a ellas y se aventuraron a uno de los lugares secretos donde Carin solía ver la luna.
Nuestras aventureras se detuvieron al borde del bosque, donde la tierra parecía contener el aliento y los árboles dormían erguidos como centinelas ancestrales. Era pasada la medianoche. La luna, en todo su esplendor, colgaba del cielo como una lámpara de plata viva, derramando su luz pálida sobre cada hoja, cada rama, cada hebra de escarcha invisible. No había necesidad de faroles: la claridad lunar lo envolvía todo con una nitidez casi irreal, como si el mundo estuviera hecho de cristal y sueños palpables.
El aire era frío, lo justo para despertar los sentidos pero no para incomodar. Rozaba la piel como un susurro, limpio y silente. No se oía más que el leve crujido de las ramas cuando el viento jugaba con ellas, y quizá —si se prestaba atención— el aleteo distante de un murciélago solitario.
En el corazón del Imperio Vampírico, uno podría esperar temor, tensión, la amenaza de ojos rojos entre las sombras. Pero en ese instante, no había nada de eso. Solo calma. Una paz tan profunda, tan inalterable, que parecía ajena al mundo humano. Ni siquiera los pensamientos se atrevían a alzar la voz.
Nuestras chicas cerraron los ojos por un segundo, respirando hondo. La sensación era... imposible de poner en palabras. Como si el universo las estuviera abrazando en silencio. Como si el tiempo hubiera olvidado avanzar, hipnotizadas por la belleza del momento.
Jamás se había sentido tanta paz.
—Carin…este lugar es hermoso…—Expresó Minerva extasiada, el aire ondeaba su cabellera rojiza e incluso Lírica cerraba sus ojos para sentir la brisa fresca sobre su cuerpo.
—Gracias por compartirlo, se siente tan bien estar aquí…incluso tener los pies desnudos sobre la lleva es mágico.—expuso Isabela abriendo sus brazos como si quisiera abarcar todo el paisaje.