Mi amante, el príncipe de jade.

Afrontando una verdad dolorosa

La noche envolvía el bosque con su aliento gélido, pero nada podía detenerla. La loba blanca corría como una flecha disparada por el destino, atravesando la espesura con la fiereza de quien ha tomado una decisión irrevocable. Sus patas golpeaban la tierra húmeda con desesperación y esperanza, su pecho ardía y no por el esfuerzo, sino por el fuego que había crecido en su interior durante años: amor, amor por el príncipe heredero, su amo, su salvador y su todo.

La silueta pálida de su cuerpo resplandecía entre los troncos como una aparición espectral, y ante ella se extendía un rastro de aroma inconfundible: el de él. El olor del príncipe no era como ningún otro. En su mente, olía a rosas negras y sangre dulce, a tierra recién mojada bajo una luna eterna. Pero lo más extraordinario era el color: verde esmeralda, brillante, casi etéreo, como una estela de luz líquida flotando en el aire. En un mundo de olores grises y apagados, solo el suyo tenía color. Solo él era especial ante sus ojos.

Ella lo llevaba grabado en lo más profundo de su alma, como el eco del primer latido que escuchó después de la muerte de sus padres. Él la había encontrado cuando aun era una cachorra, temblando, vacía, rendida ante la idea de dejarse morir. Y fue su compasión la que la ató a este mundo: la convirtió en su familiar, la alimentó, durmió con ella para espantar sus pesadillas. En su presencia encontró abrigo, calma, un propósito. Y luego, sin quererlo, lo amó como se ama aun hombre.

Al fin, lo divisó. Estaba allí, de pie junto a Eren, pues lo estaba regañando por beber tanto, y lo vio como si su sola existencia fuera una estatua tallada por la melancolía. Ella no se detuvo. El impulso fue más fuerte que el miedo, que la duda, que la certeza del rechazo y saltó.

En pleno aire, su forma cambió. La loba se deshizo como un suspiro en la brisa, y de su fulgor emergió su forma humana, desnuda de toda máscara. Valiente y segura cayó en sus brazos. Él apenas tuvo tiempo de recibirla.

Y entonces ella lo besó.

Fue un beso largo, profundo, cargado de todo lo que había callado durante tanto tiempo. Un beso desesperado, inocente y al mismo tiempo lleno de anhelos imposibles. Él no se movió. No la rechazó, pero tampoco le devolvió el beso.

Cuando ella abrió los ojos, aún sostenida por sus brazos, la realidad la golpeó como un viento helado. El rostro de Aspen era una tormenta contenida. Sus ojos, verdes y profundos, brillaban con una humedad inquietante. No había rabia en ellos, ni sorpresa, pero sí un dolor sordo, una angustia apenas contenida.

—Ca….¿Carin…? —susurró él, con voz quebrada, como si acabara de perder algo precioso.

Aquello no fue un beso.Fue un puñal sin filo, entrando lento, rompiéndolo en silencio. Sus labios eran fuego, pero el fuego no calienta cuando viene a un invierno equivocado. Y él la sostuvo como quien recoge una flor que ha crecido torcida entre las tumbas.

Ella, mi loba de nieve,
mi niña de mirada rota,
la criatura que dormía entre mis brazos
cuando las pesadillas la devoraban por dentro.
Yo era su escudo,
no su amante.

Y sin embargo, allí estaba,
fundida en mi pecho,
devorando con sus labios la inocencia
que creí invulnerable entre nosotros.

Mis ojos la miraron
como quien mira a una estrella caer
y no puede evitar el desastre,
aunque sepa que esa luz fue siempre ajena a su mundo.

¿Cómo decirle
que la amé con el amor más puro,
ese que no conoce deseo,
sino abrigo?
¿Cómo explicarle
que en mi alma ella fue hija,
fue hermana,
fue lo único inocente
que este corazón marchito había logrado proteger?

Pero ahora…
ese beso ha dejado ceniza
donde antes hubo refugio.
Y aunque la culpa no es suya,
me sangran los ojos al verla tan cerca,
tan lejos.

Ella no lo sabe,
pero me ha matado un poco.
Porque no puedo amarla de la forma en que quiere.
Y porque verla sufrir por mí
es la herida que no dejará de sangrar.

No fue un beso.
Fue la pérdida del único rincón
donde mi oscuridad no había llegado.

Carin apenas pudo hablar…su voz entre cortada, con los pies y las manos heladas por el frió cruel la empujaron a seguir hablando muy a pesar de su desagradable sorpresa.

—Lo amo… lo he amado durante muchas lunas…No podía seguir callándolo.

Pero sus palabras no hallaron eco. La expresión de él era la de un padre viendo a su hija decir lo impensable, la de un hermano que nunca había mirado con otros ojos. El horror de comprender lo que ese beso significaba para ella, y lo que jamás podría significar para él, se apoderó de su rostro.

Entonces el corazón de la loba se desgarró, sin embargo, no fue por el rechazo, sino por haberle causado dolor. Por haber cruzado una línea que él nunca pensó que pudiera borrarse. El amor que había creído puro, sanador, se tornaba ahora en una herida para ambos.

Ella bajó la mirada, temblando, queriendo volver a correr, pero esta vez sin rumbo, sin olor que seguir.

Gia estaba regresando con Calipso, el silencio ensordecedor les avisaba que algo estaba sucediendo, el beso entre Carin y Aspen fue un puñal que la sofocó, ella había visto que Carin había saltado a sus brazos y lo había besado con euforia y decisión, pero aun así dolió.

Carin desvió la mirada hacía Gia y al verle dolor en el rostro, no pudo soportar herir dos veces y recogió sus sentimientos en forma de tormenta y salió corriendo de ahí con todas sus fuerzas humillada, avergonzada y dolida.

Aspen pudo formular palabra hasta que ella ya iba avanzada y entonces una voz desgarrada gritó…

—¡Carin! —era el Principe que se agarraba el corazón como si se lo hubiesen sacado, estiró su mano como si quiera alcanzarla.

Lírica, Isabela y Minerva la vieron del otro extremo corriendo a una velocidad impresionante, pues parecía un rayo, el gato frenó en seco y un gran silencio se apoderó de todo.




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