Mi amante, el príncipe de jade.

El susurro del viento

La lluvia comenzó a caer a cántaros, como si hubiese sentido empatía por ella, helada y compasiva enjuagaba la sal de sus ojos rojos, esta se hacía cada vez más intensa, rasgando el cielo con látigos de agua. Las torres del palacio se desdibujaban tras el velo implacable de la tormenta, y la niebla se arrastraba por el suelo como un manto de los muertos, cubriendo los pies de los centinelas y de los árboles inmóviles, mudos testigos de un dolor que no les pertenecía.

Un relámpago desgarró el firmamento, y fue entonces cuando se la vio:
una sombra blanca, salvaje, fugaz, una loba de corazón marchito.

Corría a todo pulmón, cada músculo tensado al límite, como si su carne ardiera con una vergüenza insoportable. En sus patas no solo llevaba velocidad: llevaba el peso del desamor, el filo del rechazo, el grito de un corazón que había osado saltar al abismo... y fue devorado por él.

Ella —compañera incondicional, alma atada al príncipe por magia antigua y afecto profundo— había cometido el pecado de amar más allá de lo permitido. Ya no como hermana. No como lo hacía una hija. Sino como hembra que desea, que anhela y que arde.

Y lo había besado. Se atrevió a probar la miel de los labios de su amo.

Pero en los ojos del príncipe no vio pasión ni rubor. Solo una herida recién abierta. No era el beso… sino lo que significaba.

“¿Cómo pudiste, querida mía?” decían sus ojos.
“Tú eres parte de mi alma, mi luna, pero no mi amante.”

Ese gesto, esa grieta en su alma, fue más de lo que pudo soportar y huyó.

Bajo la lluvia, bajo la furia de los cielos, sus patas eran cuchillas sobre la tierra empapada. Pasó entre los árboles como un relámpago de dolor, dejando apenas una estela blanca entre las sombras. Las hojas se agitaban a su paso, como si intentaran detenerla, pero nada podía alcanzarla ahora. Ni las ramas, ni el viento, ni su propio juicio. Solo corría, con la vergüenza clavada entre las costillas, con el corazón goteando de pena.

Se dirigía a los límites del imperio, donde el bosque ya no era palacio, donde la civilización terminaba y comenzaban las ruinas: el santuario de los que han perdido el derecho a ser amados.

Allí, en los restos cubiertos de musgo y olvido, entre columnas rotas y paredes que lloraban hiedra, levantaría el hocico hacia la luna, y aullaría. Aullaría hasta romperse la garganta. Hasta que la pena saliera como un humo negro desde sus entrañas. Quería que la luna la abrazara. Que la lluvia la bendijera con el olvido. Que la tierra la tragara si era necesario.

Pero no estaba sola.

El príncipe la había seguido.

No había llegado a caballo. No había guardias. Había corrido solo con el alma en ruinas y los ojos llenos de lo que no pudo ser. Caminaba entre la niebla como una sombra trémula, empapado hasta los huesos, el pecho apretado por el peso de una verdad amarga:

—¡Carin!

Ella lo escuchó. Se giró, aún en forma de loba. Empapada, jadeante, los ojos brillando como dos faroles rotos. No gruñó. No se acercó. Solo lo miró. Y en esa mirada había mil muertes. Mil heridas.

Él cayó de rodillas.

—¡Yo te encontré un día como hoy!…tenías el mismo aspecto, completamente empapada por la desdicha…y aun así te elegí, mi alma no me dejó pensar claro, nunca había sentido el interés de tener un familiar, no creía necesitarlo…hasta que te conocí, eras todavía una cachorra joven, un alma como la mía, estabas rota Calígula que yo, por eso el contrato almico fue tan fácil, creí que yo te había salvado del hambre y la desnudez, pero no fue así…tu me salvaste a mí, me salvaste de mi vanidad, mi orgullo y mi soledad, tu me diste una razón para ser diferente, me mostraste tu inocencia, tu carisma, tu bondad y yo comencé a desear ser como tú…Carin…yo…¡yo también te amo!

Los ojos de Carin se abrieron de golpe y se giró hacía él para segur escuchándolo.

—No puedo darte lo que pides…la ley de oro prohíbe las relaciones intimas entre un familiar y su amo, ese cariño esta destinado a destruir ambas partes, mi madre y el rey del inframundo fueron un ejemplo de eso, por eso jamás me atreví a verte con esos ojos, por que no quería perderte…perdóname por que no puedo amarte como quieres..

La loba no contestó. Solo aulló. Un grito que desgarró los cielos, que hizo llorar a las piedras, que deshizo la niebla por un instante.

El príncipe bajó la cabeza. La tormenta comenzaba a desvanecerse. No cesaba del todo, pero ya no era furia; ahora era un lamento tenue, como si el cielo también sintiera el peso de lo no correspondido.

Ella seguía ahí, entre las ruinas, con el alma desnuda. Bajo un arco semicaído, rodeada de piedras húmedas y raíces retorcidas, el aullido aún temblaba en el aire como un eco maldito.

El príncipe tenía los ropajes empapados y pegados al cuerpo, los cabellos goteando, los ojos más cansados que nunca. No sabía cómo convencerla que la amaba. Las palabras le pesaban como espadas mal empuñadas.

Y entonces habló nuevamente, No como un príncipe lo hace, si no como un hombre. Como alguien que por fin entendía lo que nunca se atrevió a mirar de frente.

—Nunca entendí a mi madre, dijo, con la voz quebrada. Nunca comprendí por qué trataba a sus familiares como a su propia carne. Solía pensar que exageraba… que eran solo instrumentos, extensiones de su voluntad. Me llegó a molestar la idea de que los comparara con migo y mis hermanos, creía que era ridículo ponerlos a nuestra altura, ella no los había parido, no los había amamantado. Pero tú… tú me hiciste entenderlo todo…

Carin no lo interrumpió. Solo lo miraba, temblando, empapada, con ese dolor mudo que solo conocen los que aman demasiado.

—Desde que llegaste a mi vida, lo cambiaste todo. Tú no eres un lazo mágico. No eres una sombra que me sigue. Eres mi raíz. Mi brújula. La única constante en mi mundo lleno de máscaras.

Él se acercó a ella a paso lento, hasta que la lluvia que goteaba de sus cuerpos se confundió.




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