La lluvia caía en silencio, como si el mundo contuviera el aliento por miedo. En medio de la niebla espesa y el frío que calaba hasta los huesos, la loba blanca se hallaba frente a su querido príncipe, sus ojos brillando con esa luz serena que solo nace del perdón y la aceptación. Habían hablado desde el alma, y entre ellos no quedaban más cicatrices que el tiempo pudiera curar. Sus pasos se acercaban, vacilantes pero sinceros, dispuestos al abrazo que sellaría su reconciliación.
Pero justo cuando sus cuerpos estaban por encontrarse, el aire se volvió denso… pesado, como si el oxígeno se envenenara de sombra, aun con las penumbras de la noche. La temperatura descendió de golpe, no era solo una ráfaga de viento, parecía como si el mundo entero hubiera caído en una tumba helada.
Detrás de la loba, se abrió un portal oscuro como el fondo de un abismo sin tiempo. No rugía ni gritaba: su silencio era más atroz que cualquier estruendo. Una presencia antigua y maldita lo habitaba, algo que dolía en el pecho solo con existir. Su energía era melancólica, como una canción de cuna maldita, y tan profundamente hostil que el alma temblaba.
De la negrura emergieron dos manos blancas, femeninas, hermosas y suaves como la cera de una vela apagada. Con una delicadeza escalofriante, se enroscaron alrededor del cuerpo de la loba, no era amor, sino con un cariño impostado, como el abrazo de una madre que devora a sus hijos.
La loba no gritó. Solo alcanzó a mirar al príncipe, sus ojos aún brillando, como si quisieran memorizarlo por última vez. Y luego, sin ruido, fue arrastrada hacia la oscuridad, envuelta en ese abrazo cruel que la reclamaba como suya.
El príncipe no pudo moverse. No por falta de fuerza, sino porque algo más grande que él, más viejo que el odio mismo había entrado en escena, solo había tres seres capaces de abrir portales de se tipo, él y su madre y los demonios de alto rango ¿quién era ese ser entonces? ¿Por que a pesar de ser tan hostil y deprimente sintió familiaridad en esa cosa?
Y así, en la madrugada gris, entre la lluvia y la niebla, el vacío volvió a ser absoluto, hasta que el grito desesperado de Aspen rasgó más que su garganta, su voz hizo que la copa de los árboles se sacudieran.
El nombre de la loba blanca salió de su garganta como una maldición ancestral, un alarido que rasgó la niebla y se alzó por encima de montañas, bosques y ciudades dormidas. Y allí, en cada rincón del imperio, todos —vampiros, hombres, bestias y cosas que ni el día se atreve a nombrar sintieron un estremecimiento en lo más profundo del ser.
Los soldados dejaron caer sus armas. Las sacerdotisas en sus altares abrieron los ojos sin comprender. Las aves despertaron con un escalofrío en las plumas. Hasta las aguas de los lagos se agitaron sin viento.
Era como si el grito del príncipe hubiera tocado una cuerda invisible en el corazón de aquella región.
Y durante unos eternos segundos, nadie pudo decir palabra. Porque ese grito no solo llevaba frustración: arrastraba consigo el presagio de algo más. Algo que estaba por venir. Algo que había despertado.
Aspen abrió un portal a varios puntos del imperio vampírico, lo hizo hasta en los lugares más inhóspitos de la región y no encontró nada, eso lo enfurecía aun más, una y otra vez ese portal se abría y se cerraba para aparecer en un lugar diferente, agitado, cansado y con el corazón en el pecho, hasta que regresó al lugar donde se la habían llevado…seguía sin haber rastros de ella.
—¡Alteza!—se escuchó la voz que le daba paz, sin embargo, en esa ocasión, Gia no tubo ese poder.
Aspen se volvió hacía Gia y al ver su cara demacrada y llena de angustia Gia corrió hacía él, iba montada en Arial y se bajó para acercarse a Aspen.
—¿Que sucedió? ¿Donde esta Carin?—tubo miedo de preguntar aquello, pero sabía que algo malo había sucedido.
—Algo se la llevó…—expresó el príncipe mientras se agarraba la cabeza y caminaba de un lado a otro.
como una fiera enjaulada que no encontraba salida a su angustia. Su capa empapada arrastraba barro, pero él no lo notaba. Tenía la mirada extraviada, los labios entreabiertos como si aún quisiera gritar su nombre. Su piel, pálida incluso para un vampiro, parecía ahora hecha de ceniza.
Sus manos temblaban, y aunque intentaba mantener la compostura, la desesperación se desbordaba por cada gesto, por cada paso errático, por cada inhalación forzada que parecía dolerle más que calmarlo.
—¿Qué es lo que viste? ¿Que se la llevó?—le preguntó Gia tratando de poner su mano en su espalda.
El príncipe se detuvo. Cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera borrar la imagen del portal, de las manos, del abrazo antinatural que se había llevado a Carin. Al abrirlos, había fuego en ellos, pero también algo que rara vez se veía en él: miedo.
—Salió de un portal... negro como el vacío. No sé qué era. No sé quién. No tenía rostro. Solo manos... blancas... femeninas. Frías. La arrastró hacía la oscuridad.
El silencio volvió a caer sobre ellos. Nadie se atrevía a interrumpirlo.
—La he buscado —continuó, llevándose una mano al pecho, donde el vínculo invisible con su loba debería latir con fuerza—. Durante horas. He recorrido los bosques, los valles, los túneles. He llamado su nombre hasta romperme la garganta… y nada.
Él levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los de la mujer que amaba. Ella dio un paso hacia él, su mirada reflejando una mezcla de preocupación y ternura. Sabía cuánto significaba esa loba blanca para él. No era solo su compañera. Era parte de su alma. Su familia.
—Ella solo me tiene a mí —dijo él, con la voz quebrada—Gia…el amor que sientes por Arial es el mismo que yo le tengo a Carin, Si algo le pasa, una parte de mí también morirá.
Ella quiso consolarlo, pero él levantó una mano, temblorosa, aún cubierta de barro y lluvia.
—El aura de ese portal… —añadió, con la mirada clavada en la nada— era devastadora. Algo antiguo. Algo que no debería existir. Debo encontrarla. Antes de que sea demasiado tarde.