Mi amante, el príncipe de jade.

Confución

La reina se quedó sola en el salón del trono, cuando el eco de los pasos se hubo desvanecido y las puertas se cerraron con un suspiro espectral. En su pecho no había más que incertidumbre y angustia, sus manos temblaban de ira he impotencia con la afirmación de Azazel sobre su enemigo más antiguo, el celestial de corazón perverso, había envenenado el alma de su amada Beel, borrando los hilos de amor que las unían con mentiras vestidas de poesía y promesas falsas.

Se dejó caer de rodillas, sin dignidad ni corona. No había testigos, sólo el mármol helado que le devolvía el peso de su llanto. Su voz no fue un grito, fue un gemido desgarrado que se abrió paso desde lo más hondo, como si su alma suplicara por una respuesta que el cielo ya no le daba.

—¿Dónde estás, hija mía…? —murmuró con la voz rota— ¿Quién vela tus sueños ahora? ¿Quién te canta cuando tiemblas de miedo? ¿Como pudo ese infeliz separarnos después de amarnos tanto?

Lía recordó su risa, la primera vez que le dijo “madre”, la calidez de su mano cuando la tomaba para no perderse. ¿Cómo es posible que ahora la llamen “enemiga”? ¿Cómo puede alguien arrancar un amor tan puro de raíz y sembrar odio donde antes sólo florecían promesas?

El dolor no era sólo emocional, era físico. Sentía que su pecho se hundía, como si el mundo hubiese sido arrojado sobre su espalda. No comía. No dormía. Su mente no hacía más que imaginar: ¿estará herida?, ¿pasará frío?, ¿le dolerá matar en nombre de ese demonio disfrazado de luz?

La reina no lloraba por el odio de su hija. Lloraba por su ausencia. Por ese vínculo roto que antes era un hilo de plata invisible, un lazo álmico que aún intentaba tirar de ella… pero ya no había respuesta al otro lado. El silencio era la peor de las torturas.

Sabía que no podía ir tras ella. No aún. Cualquier intento sería tomado como una amenaza. Su hija, su pequeña, era ahora la espada de su mayor enemigo. Y ese ángel caído la sostenía como un titiritero cruel, escondido tras versos y caricias falsas.

Y sin embargo, la reina seguía amando. Más allá de la traición, más allá del miedo. La seguía amando con la furia callada de quien parió con el alma, aunque su vientre nunca se abultara. Porque el amor de madre no exige sangre ni carne: exige entrega. Y ella lo había dado todo.

Todo…hasta quedarse sin nada.

Mientras tanto, en las entrañas del imperio élfico, donde la luz no se atreve a descender, la Reina del Abismo alzó el rostro de entre las sombras. No había espejos a su alcance, pero no los necesitaba. Sabía que en algún lugar, su otra mitad —vestida de oro, lágrimas y lino— estaba llorando de nuevo. Y esa pena, vieja y afilada, había recorrido el hilo invisible que las unía encarecidamente.

El dolor llegó sin aviso, un zarpazo en el pecho que le robó el aire. Se llevó una mano al corazón, y la otra a la boca del estómago, donde el sufrimiento se enroscaba como un puño de espinas. Se dobló sobre sí misma, soltando un gemido gutural, seco, como si una fiera herida habitara dentro.

Las paredes de obsidiana temblaron con su vibración, y las sombras se arremolinaron a su alrededor, inquietas. No lo hicieron por temor… sino por reconocimiento de su señora. Ella era la tristeza encarnada, la soledad que había aprendido a caminar con pasos de reina.

Cuando el dolor cedió lo suficiente para dejarla erguirse, alzó los ojos velados de escarcha. No lloraba. No podía. Ella era la que guardaba las lágrimas que la otra no se atrevía a derramar.

Apretó los puños, con los nudillos tensos y blancos, y su rostro frío, casi amargo y transparente se torció en una mueca amarga. La voz salió suave, pero con un filo que cortaba el aire:

—Otra vez estás llorando por ella…

Eso no era reproche. Era constancia. Era la historia que se repetía desde el día en que la hija se perdió… y el alma de la reina se quebró tanto, que fue necesario dividirla. Una mitad para reinar… y otra para sobrevivir al dolor.

La Reina del Abismo no podía amar. Pero sentía. Y lo que sentía ahora era una mezcla indescifrable de tristeza ajena y furia muda. Ella no olvidaba. No perdonaba. Donde la reina lloraba, ella maldecía.

Se acercó al lago negro que le servía de oráculo y espejo, y contempló su reflejo distorsionado: su rostro era el mismo… pero más triste, más cruel, más verdadero.

—Te vas a morir por esa niña… —susurró—. Y ella ni siquiera lo sabrá…

Y entonces sonrió. Pero no lo hizo por placer. Sino porque conocía el final de aquella historia. Y en su amargura, ya había aceptado que algunas heridas nunca sanan. Pues tuvo curiosidad de conocer aquella hija que hacía llorar tanto a su madre.

Mientras esto sucedía, Nara se sintió agobiada y se retiró al salín principal para atender asuntos de estado, sabía que el rey de todo no tardaría en descubrir que ella había tomado el imperio élfico en su poder y que los recursos de los impuestos que recolectaban de esas tierras no llegarían a su destino esta vez.

Por otro lado, Carin se encontraba en sus aposentos. La habitación no tenía barrotes, pero cada pared respiraba cautiverio. Era un encierro silencioso, tibio, casi amable… y por eso era una hospitalidad cruel.
Ella caminaba sin rumbo, de un lado a otro, como una sombra inquieta. Se mordía las uñas, arrancando pequeños trozos de sí misma, y se abrazaba el pecho como si quisiera contener un corazón que amenazaba con desgarrarla desde dentro como si albergara a una bestia.

La Reina del abismo le había confesado su verdad: venganza. Y aun así, en lo más hondo, sentía compasión por ella… una compasión que no debía existir, pues había sido arrebatada de los brazos de su príncipe, condenada a un encierro que vestía el disfraz de una habitación.

Entonces, la penumbra se quebró.
Una luz cálida nació de la nada, hiriendo el aire y sus pupilas. La claridad la envolvió con un calor extraño, casi familiar y allí, entre destellos, apareció él: un ángel…Azazel, un extraño con aires de familia.




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