Aquella aceptación trajo consigo a una nueva Carin, convirtiéndose en una mujer madura y consciente de su verdadero yo, pero su despertar también ocasionó la ruptura de su lazo familiar que la unía a Aspen, aquella cancelación del contrato almico no se sintió brusco ni doloroso, más bien fue como un retiro suave de las cadenas que la unían a su amo, el príncipe se encontraba sosteniendo una de las zapatillas de Carin cuando este sintió aquel desprendimiento espiritual.
El príncipe irrumpió en los pasillos como un vendaval, sus pasos resonando contra el mármol en un eco frenético. El aire ardía en sus pulmones, pero no aminoró el ritmo: debía llegar al jardín. Allí, entre el perfume de las flores y la tibia luz de la tarde, lo esperaban su madre y la mujer que amaba.
En su pecho, un vacío súbito lo había desgarrado minutos atrás, como si alguien hubiera arrancado un hilo invisible que lo ataba a su familiar. El lazo que había sentido toda su vida—esa unión silenciosa, más profunda que la sangre—había desaparecido. No lo entendía. No podía entenderlo.
Sus ojos, desorbitados, buscaban respuestas que su mente se negaba a aceptar. El sudor frío le perlaba la frente, testigo de una angustia que le mordía el alma.
—¿Por qué? ¿Por qué se ha roto el vínculo? ¿Por qué… ella misma lo ha hecho?
El jardín estaba ya a la vista. Y con él, quizá, la verdad que temía escuchar.
En el centro del jardín, la reina sostenía con delicadeza un pergamino, sus dedos temblando apenas, como si aquel mensaje pesara más que el oro más denso. A su lado, su madre y Gia se miraban entre sí, con el rostro marcado por una confusión que rozaba la incredulidad.
Un Artrúm (seres mensajeros del reino de los celestiales) de alas aún perladas por el rocío— había descendido instantes antes, dejando en sus manos aquel decreto sellado con un emblema celestial.
Lía dio un paso al frente y, con un gesto vacilante, extendió la carta hacia él, como si temiera que el papel ardiera en sus manos. Él no comprendía nada; su respiración aún agitada por la carrera, su mirada oscilando de un rostro a otro en busca de una explicación.
Entonces, Gia, con una voz dulce pero quebrada, apenas capaz de sostener el hilo de las palabras, le susurró:
—Debes leerla.
Sus dedos se cerraron sobre el pergamino. Al desplegarlo, sus ojos recorrieron las líneas y, a medida que las palabras se grababan en su mente, su mirada se abrió hasta volverse inmensa.
Era la letra de Carin.
Le decía que estaba viva. Que estaba sana y salva. Que lo amaba. Que lamentaba el dolor que le causaba… y que no esperaba su perdón. En un último acto que él jamás habría imaginado, confesaba que había decidido permanecer en su prisión, no por obligación o resignación, sino por la redención de un alma en pena que no podía ignorar porque pedía ayuda en gritos ahogados.
El príncipe sintió que el mundo a su alrededor se detenía, mientras el eco de esas palabras quedaba suspendido en el aire, más pesado que el silencio mismo.
Aspen deshizo el pergamino entre unas llamas verdes y brillantes que lo convirtieron en ceniza, parecía consumirse en una rabia que ya no podía contener.
—No…esta parece su letra pero no lo es…alguien la falsificó.—expuso el príncipe con rabia.
—¿Por que decidiría quedarse con la mujer que la raptó? No tiene sentido.—pensó Gia con un mal presentimiento.
—Esto ya escaló lo suficiente, Carin jamás dirían algo así, ella te adora, eres su familia, buscaría regresar a ti a la primera oportunidad.—expuso Lía con un sentimiento extraño.
Y entonces…
La flecha espectral surcó el aire a una velocidad imposible, dejando tras de sí un silbido desgarrador, como el llanto de almas condenadas atravesando el velo del mundo. Lía, erguida en medio del jardín, la vio venir. Pero esta vez, no se apartó.
Con un movimiento preciso, alzó la mano desnuda y detuvo la flecha a centímetros de su pecho. El proyectil palpitaba con una energía hostil, una intención pura y punzante de atravesar no solo su carne, sino su espíritu.
El contacto fue un suplicio: un fuego frío le recorrió la palma, devorándole la piel con un dolor que no era de este mundo. Un instante después, la reina la soltó con un jadeo, y la flecha comenzó a desintegrarse en un rastro de cenizas oscuras que se desvanecían en el viento.
—¡Mamá!
—¡Majestad!
Fue entonces cuando una voz, distorsionada y oculta entre el susurro del aire, se dejó escuchar, pero ahora, todos los presentes podían oírla:
—Esperaba que fueras más lista… Te revelaré mi ubicación. El imperio élfico es mío. Si quieres volver a ver a tu loba blanca, preséntate con armadura y arma en mano. Te enfrentaré hasta la muerte. Pero si vienes acompañada de tus soldados… —la voz se volvió un rugido gélido y añadió— entonces mi ejército marchará conmigo.
Lía se desplomó, su mano tenía una quemadura grabe, Aspen y Gia la sostuvieron para levantarla, uno de cada brazo, el ardor era insoportable.
—Déjeme revisarla, la curaré enseguida.—expuso Gia y cuando intentó tocarla, pudo ver como emanaba humo negro de la herida, supo entonces que aquel poder era algo nunca antes visto, letal y precioso, aun así, pudo sanarla gracias a su poder.
—¡Guardias!.—gritó Aspen a voz en cuello.—¡revisen todo el perímetro! ¡Alguien a atentado contra su reina!
—¡Como ordene alteza!
El príncipe abrió un portal para trasladar a su madre y la llevó al gran salón donde se encontraba su padre, cuando llegaron al lugar, Valeska acababa de recibir el mensaje de parte de su tesorero y el ejercito que viajaba al reino élfico para recolectar los impuestos solicitados, habían regresado con las manos vacías, sin ejercito y con el tesorero herido, sin brazos ni lengua y tenía un letrero blanco que colgaba en el cuello que decía lo siguiente:
—“El imperio élfico no volverá a entregar tributos al rey de todo, ahora solo le servimos a la gran reina abisal”