Mi amante, el príncipe de jade.

Filo de espada

La madrugada aún viste de sombras al horizonte cuando los tambores resuenan como un latido ancestral, anunciando la marcha de los elegidos. El suelo tiembla bajo sus pasos y el aire gélido corta la piel de los valientes, arrancando nubes de aliento que se alzan como espectros entre la oscuridad. Cada soldado siente en los huesos la helada mordida del amanecer, pero también la llama ardiente del juramento que los ata a la reina: no hay retorno, no hay perdón para el cobarde, por que todos le deben la vida a esa mujer, ella es la heroína del imperio.

De pronto, los cuernos de guerra desgarran el silencio, vibrando con un eco sobrenatural que despierta la memoria de antiguos juramentos. Entonces, entre la neblina, emergen los reyes del imperio vampírico, figuras colosales cuya sola presencia doblega la voluntad y enciende en los corazones un orgullo indomable. Hombres y mujeres se yerguen erguidos, portando con firmeza el escudo marcado con el sello del rey, insignia que los distingue no solo como guerreros, sino como herederos de una gloria inmortal.

Aunque son pocos, son suficientes. La reina lo ha decidido así, porque en la sangre de esos valientes late el poder de cien ejércitos. Avanzan como una tempestad contenida, cada paso un presagio, cada mirada una promesa de hierro y fuego. La tierra misma parece rendirse ante su presencia. Son la furia y la esperanza, el acero y la noche, un ejército destinado no solo a conquistar una nación, sino a escribir con sangre y leyenda el destino de los últimos siglos.

A cada costado de los reyes, emergieron sus hijos, radiantes en orgullo y en coraje. El príncipe heredero, con mirada firme y acero en la mano, se erguía como guardián del estandarte de su madre; mientras que la princesa guerrera, altiva como un relámpago de la noche, protegía el blasón de su padre. Ninguno dudó, ninguno aceptó siquiera la sombra de quedarse atrás: ambos habían nacido para sangrar por el imperio, y si el destino lo exigía, morirían primero por sus reyes, sus padres.

Tras ellos avanzaba la general, imponente como una estatua de guerra, seguida por mil corazones encendidos en llamas, mil valientes cuya fe ardía más fuerte que el frío de la madrugada. Y en medio de todos, la reina Lía —amada, temida, reverenciada— se alzaba con su armadura dorada, que resplandecía como un sol nacido en la penumbra, arrancando destellos de aurora antes de que el día siquiera despertara.

Ella alzó la voz, y su palabra atravesó la multitud como un relámpago veloz. El estrépito de los tambores cesó, las bocas callaron, y cada soldado inclinó el alma para escuchar a su campeona:

—El alba será testigo de su inocencia, de su valentía y de su honor. Mas no dejaré que la sangre de ninguno de ustedes sea derramada. Esta lucha es mía, a mí es a quien han retado.

La reina respiró hondo, y el eco de su voz parecía grabarse en las piedras mismas del palacio.

—Sin embargo, mi corazón se conmueve al ver la lealtad de mi pueblo y el apoyo de mi familia. Mi rey me ha concedido su favor. Desconocemos el rostro de la Reina abisal y sus designios, pero les juro que saldremos victoriosos.

Y en ese instante, la madrugada misma pareció inclinarse ante sus palabras, como si el universo aguardara el choque de dos destinos: la luz contra la penumbra, la vida contra la eternidad de las sombras.

—La reina abisal ignora a quién ha retado, su reina es la heroína de nuestro universo, la misma que derrotó a la gran bruja Bitchancy, la misma que destrozó a la bruma oscura, esta hechicera no será rival para la emperatriz de este gran imperio.—expresó Valeska con orgullo y pasión.

—¡Larga vida a la reina del imperio! ¡Larga vida a la emperatriz Lía!—gritaron los presentes a voz en cuello.

En ese mismo instante ella abrió un portal para llegar al imperio élfico en el cual cruzarían todos, una vez que ella lo cruzó y fue la primera en pisar territorio enemigo, el sol se hizo presente como si proclamara estar de su lado, su armadura dorada brilló con intensidad mientras a lo lejos divisaba al enemigo.

El valle se extendía inmenso, un océano de hierba azotada por el viento, y en su lejanía, como un enjambre oscuro que devoraba el horizonte, se desplegaban los cinco mil soldados de la Reina abisal. Eran tantos que parecían hormigas agitadas en un hormiguero colosal, y sin embargo, cada una de esas diminutas sombras era un filo dispuesto a desgarrarles la vida. Frente a ellos, apenas mil valientes aguardaban, alineados en férrea formación, con los corazones ardiendo en un fuego que desafiaba toda lógica.

El viento silbaba con un lamento espantado, como si el mismo cielo advirtiera el horror de lo inevitable. Los árboles a los bordes del campo eran sacudidos con violencia, sus ramas se agitaban como manos desesperadas que intentaban aferrarse al mundo antes de que la tormenta de acero lo consumiera todo.

Ambos ejércitos avanzaron, paso tras paso, como titanes que se aproximan para decidir el destino del universo. El estruendo de sus marchas parecía quebrar la tierra, hasta que al fin, frente a frente, a una distancia donde las miradas podían atravesar el velo de la guerra, quedaron expuestas las dos figuras que cargarían con el peso del combate.

De un lado, la Reina abisal, envuelta en un aura que parecía devorar la luz, usaba una armadura plateada, con un yelmo que le cubría el rostro, pero su mirada se sentía como dos agujeros negros sin fondo, su presencia era un presagio de muerte. Del otro, la Reina del imperio vampírico, erguida en su armadura dorada que refulgía como un sol desafiante, sus labios sellados por la determinación de quien no teme ni al destino ni a la eternidad, ella también tenía el rostro cubierto.

En aquel silencio cargado de electricidad, el mundo contuvo el aliento. Dos reinas, dos voluntades inconmensurables, estaban a punto de desatar un cataclismo que resonaría en la memoria de los vivos y de los muertos.




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