El campo se extendía como un lienzo muerto, ennegrecido por años de odio. La distancia que las separaba no era más que un hilo de aire helado, suficiente para distinguir la furia contenida en cada gesto, pero demasiado corta para ignorar el destino que las aguardaba.
Ambas reinas descendieron de sus monturas: la araña colosal se internó en la bruma como una sombra con patas, el corcel negro se perdió entre las ráfagas que aullaban como espectros sin paz. El viento gritaba, desgarrando su garganta de hielo; era un coro de almas dolientes, un presagio de lo que pronto se derramaría en esa tierra maldita.
Lía fue la primera en despojarse del casco. Su cabello rojo se desató como un río de sangre fresca, ondeando bajo la luz mortecina de un sol agonizante que se rehusaba a salir del todo, era como si tuviera miedo de brillar ese día. Aquella melena era más que belleza: era un anuncio, un recordatorio del precio que ese campo exigiría. Su armadura, dorada y noble como la de una guerrera de la luz, contrastaba con el vacío que habitaba su pecho. El ceño fruncido dibujaba la certeza de su destino: la mujer que estaba frente a ella no era aliada, era verdugo disfrazado de reina.
A lo lejos, la reina abisal no se movía. El yelmo ocultaba su rostro como una tumba de acero, pero sus ojos… sus ojos traspasaban la distancia, hiriendo sin tocar, calando en la carne invisible. Lía sintió aquel mirar como una daga fantasmal que presionaba su pecho, intentando perforar no la carne, sino la voluntad.
El viento chillaba, desesperado, como si el mismo mundo supiera que estaba a punto de presenciar algo que no podía deshacerse: la colisión de dos destinos malditos. El aire olía a hierro y promesa de muerte. Cada corazón que aguardaba en las sombras latía al compás de un tambor invisible, pero allí, en ese vacío tenso, solo ellas importaban.
Y así, frente a frente, despojadas de las bestias que las habían traído, vestidas de metal y rencor, se midieron como diosas caídas que estaban a punto de convertir la tierra en su altar sangriento.
—Aquí me tienes, he atendido a tu llamado sin refutar, me haz retado a un duelo a muerte, pero ni siquiera sé quién eres, me haz lanzado dos flechas, cada una más dolorosa que la otra ¿te dignarás a quitarte el yelmo y mostrarme tu rostro? ¿Antes de desenvainar la espada te tomarás la molestia de explicarme por que quieres enfrentarme? ¿Cual es e mal que te he hecho? ¿Por que me odias tanto?—le cuestionó Lía sin quitarle los ojos de encima.
Todo el ejército enemigo estaba rígido como estatuas de terror y expectativa, tenía los ojos fijos en el centro del caos, donde las dos reinas estaban a punto de enfrentarse.
En medio de aquella vorágine, la reina del abismo permanecía erguida, inmóvil, envuelta en su manto negro que absorbía la luz de las llamas oculares de quién la cuestionaba. Su yelmo metálico reflejaba destellos de fuego y muerte, y en su silencio había un vacío que hacía temblar incluso al más valiente. Ni un suspiro, ni un movimiento; solo la presión expectante de cientos de almas que contenían la respiración, anticipando el instante que cambiaría el destino de aquel día.
Frente a ella, Lía aguardaba, tenía la mirada fija y ansiosa. Sabía que pronto descubriría la identidad de la hechicera que la había desafiado, pero en su interior, una sombra de duda comenzaba a tejerse.
El tiempo parecía haberse detenido. El viento llevaba cenizas y polvo que se arremolinaban a su alrededor, creando un aura de presagio, de algo que estaba a punto de desatarse. Entonces, en un susurro que rompió la quietud como un relámpago, la Reina del Abisal habló:
—Eres peor de lo que pensé… tan descarada que me llenas de asco, tan cruel que terminas de convencerme de que no mereces seguir existiendo. ¿Acaso no sabes quién soy? ¿Seguirás fingiendo que no me conoces para vivir una vida plena como si no hubieras pecado contra mí?
Los ojos de Lía reflejaban confusión y un miedo que hasta entonces no había sentido. —Sostengo lo que digo… no sé quién eres… —respondió, con voz firme pero temblorosa.
Y entonces, el instante que todos aguardaban llegó. Los ojos verdes de la Reina abisal brillaron como faros en medio de la tormenta, iluminando su rostro con una intensidad sobrenatural. Con un gesto lento y deliberado, sus manos se posaron sobre el yelmo. El campo de batalla pareció contener su propio aliento; los latidos de cientos de corazones resonaban como tambores de guerra en el aire cargado de pólvora y miedo.
Con un movimiento final, devastador y glorioso, Nara retiró su yelmo. La multitud cayó en un silencio absoluto, un silencio que pesaba como una losa. Los ojos de todos, aliados y enemigos, se abrieron conmocionados, incapaces de apartarse de aquel rostro que combinaba belleza y terror, poder, dolor y misterio.
El aire temblaba, la tierra parecía vibrar bajo sus pies, y por un instante eterno, la guerra misma pareció detenerse para contemplar la revelación de la oscuridad encarnada.
—Contempla el rostro de lo que haz creado, la misma creación que terminará con tu vida.—le dijo Nara entre gruñidos y voz de ultra tumba.
El silencio se apoderó del mundo por segundos, Lía comenzó a sudar frió, la reina del vacío tenía el mismo rostro de Lía, parecían hermanas gemelas, si no fuera por el color de cabello de Nara y por que era más alta y pálida, parecerían dos gotas de agua.
Espero les hayan gustado estos capítulos, que tengan una feliz tarde :D