Ellen
—¡Vamos, Ellen! —gritó Emma sobre el ruido de la música, jalándome de la mano hacia el baño del campus—. Hoy no vas a llorar, hoy vas a brillar como la perra alfa que eres.
—Emma… no sé si quiero salir. Estoy cansada —dije, evitando mirarme en el espejo mientras ella me pintaba los labios con un tono nude rosado.
—Cansada mis ovarios. —Me alzó el mentón con firmeza—. Ganaste un concurso, besaste a un chico que está para pecar sin remordimientos, y tu ex no te quita los ojos de encima desde que pasó. Si hoy no sales conmigo a celebrar, me declaro huérfana de amiga.
Media hora después, estaba sentada en un taxi, mirando mi reflejo en la ventana. Llevaba un vestido negro corto que se ajustaba como un guante, un choker plateado y mis labios brillaban bajo las luces de la ciudad. Emma iba a mi lado con un vestido rojo satinado, el cabello suelto y una sonrisa peligrosa.
—Hoy —dijo mientras subía sus historias a Instagram— vamos a conquistar Barcelona.
El club privado era una fantasía oscura: luces violetas, barras iluminadas en azul eléctrico, humo suave flotando en el aire. El cadenero nos dejó entrar apenas Emma pronunció su nombre. Sus conexiones siempre habían sido un misterio para mí.
—Ven, idiota —dijo Emma, jalándome hacia el reservado VIP—. Mi novio está aquí. Sabe que estoy enojada, pero quiero recordarle que no soy de nadie, ¿me entiendes?
Asentí, aunque mi corazón latía demasiado rápido. Entramos al área VIP, con sillones negros de terciopelo y mesas iluminadas desde abajo en neón morado. Pedimos dos cocktails y Emma comenzó a mirar a su alrededor con esa sonrisa traviesa suya.
La música cambió y comenzó a sonar “Loba” de Shakira. El bajo vibraba en mi pecho y las luces rojas comenzaron a girar sobre la pista.
—Esta es nuestra canción —dijo Emma, mirándome con esos ojos verdes chispeantes de fuego—. Hoy no somos Ellen y Emma. Hoy somos la puta loba alfa y su hermana de manada. —Me jaló hacia la pista sin darme tiempo de protestar.
El ritmo nos envolvió. Emma movía las caderas con una seguridad feroz, sus manos sobre su cabello mientras sonreía a su novio que la miraba desde la barra, con los puños apretados de tensión. Yo comencé a moverme también, recordando mis clases de baile en la academia cuando era niña. La música subía y bajaba, la voz de Shakira llenaba el lugar:
“Tiene ganas de salir, a devorar…”
Me perdí en el ritmo. Moví las caderas con lentitud y sensualidad, bajé un poco con las rodillas flexionadas, subí mis manos sobre mi cabeza, sentí mi cabello rozando mi espalda descubierta. Abrí los ojos y vi a todos mirándonos. Pero no era esa mirada morbosa que me daba asco, era asombro… y deseo.
Fue entonces cuando lo vi. Alexander.
Estaba sentado en un sillón VIP con un vaso de whisky, su chaqueta negra abierta sobre su camiseta blanca, su mirada fija en mí con tal intensidad que sentí un latigazo en el estómago. Sus labios se curvaron apenas, en una sonrisa torcida y peligrosa.
Mi corazón latía desbocado, pero antes de procesarlo, Emma me giró para bailar de espaldas a ella y entonces lo vi.
¡ Jeremiah !
Estaba de pie junto a un organizador, con un vaso de ron en la mano, vestido con su camiseta blanca ajustada y cadenas plateadas. Me miraba con los ojos muy abiertos, confundido. Luego su mirada voló a Alexander y después volvió a mí.
El tiempo pareció detenerse. La música seguía vibrando en mis huesos, las luces giraban en rojo y púrpura, el perfume de vodka, sudor y perfumes caros llenaba el aire. Vi la mandíbula de Alexander tensarse, como si algo le molestara profundamente. Jeremiah, en cambio, solo me miraba con una mezcla de sorpresa… y algo más oscuro, casi posesivo.
Emma me agarró del brazo y me susurró:
—Te están comiendo viva con la mirada, ¿lo notas? —Sonrió con maldad—. Usa eso a tu favor.
Yo no pude responder. La música llegó al clímax y en ese momento, Alexander se levantó de su sillón, caminó directo hacia mí sin apartar sus ojos de los míos. Sin decir nada, sin preguntarme, me agarró de la cintura, me acercó a su cuerpo y me besó.
Fue un beso salvaje, desesperado. Sus labios se movieron sobre los míos con hambre, con urgencia, con un calor que me quemaba los pulmones. Pude sentir su respiración agitada, su mano firme en mi cintura, el latido frenético de su corazón contra mi pecho.
Cuando se separó, su respiración era irregular y sus ojos ardían.
—Nunca bailes así para otro hombre —susurró en mi oído, con voz ronca, antes de soltarme y alejarse sin mirar atrás.
Me quedé allí, en medio de la pista, temblando. Sentí los ojos de Jeremiah clavados en mí y luego miré a Emma, que me observaba con la boca entreabierta.
—Amiga… —dijo, recuperando el habla—… ¿tú sabes quién es él?
Negué lentamente, con el corazón latiendo enloquecido.
—No… —susurré—. No lo sé.
Pero mientras lo veía alejarse entre la multitud, con su chaqueta negra y su aroma a madera y café, supe que acababa de abrir una puerta… a un mundo del que no había vuelta atrás.
Emma se acercó y me jaló de la mano hacia un rincón más silencioso, junto a la barra iluminada de rosa.