Mi Ángel

Alena

N o e l

El ángel de los cojones me tiene hasta la coronilla.

Así de simple.

Debía ser un simple trabajo y ya, rápido y fácil.

Debí haberla asesinado sin esperar nada, debí haberlo hecho en el segundo en el que la vi, no debí haberla ayudado. Me deje llevar por ese maldito impulso de no sé que, que simplemente me dejó allí, a la espera de algo que nunca llegó. Ese maldito presentimiento que acabó por dañar todo.

No tenia que haber besado a Miguel.

El muy simpático anda jodiendo lo poco que queda de mi paciencia con el recuerdo.

—Debías al menos invitarme a un café primero, ¿no crees?—se mece en la silla de mi escritorio—, digo, no es que seas mi tipo...

—¿Podrías callarte?

—Solo quiero que hablemos de lo nuestro—continua jodiéndome la paciencia—; hubiese preferido que me hablases con tiempo sobre tu preferencia sexual...

—Miguel—dejo de rebuscar entre mis cajones para observarle—. No eres mi tipo, amo a las mujeres, si me gustasen los hombres hace mucho lo hubiese reconocido.

—¿No estas de acuerdo con que las personas amen a quién se les pegue en gana?—parece sorprendido, a pesar de no haber dicho nada ni remotamente parecido.

—No he dicho eso—le señalo con un dedo acusador—; que cada quien ame a quién quiera amar, y cada persona meta sus partes donde las quiera meter.

—¡Salud!—alza su mano, como si brindase con una copa.

Hastiado, cierro el cajón de la cómoda, la maldita imagen no se encuentra en medio de las tantas que me ha dado mi padre, fotografías, historial de vida, hasta sus maldito horario; pero ninguno es el que busco.

—¿Podrías levantarte de mi silla y ayudarme?—le pregunto a Miguel quien se ha quedado con una mueca pensativa observando el techo de mi habitación.

—Amigo mío—sus cavilaciones quedan a un lado y se voltea para sonreírme—. De corazón te digo, que no tengo ni mierda de idea de lo que buscas.

Giro mis ojos, le observo antes de levantarme del suelo y hablarle con claridad.

—Ese maldito ángel había comenzado a seducirme—su sonrisa se borra antes de que continúe—, se detuvo a tiempo, sino; tu querido amigo estaría, en este momento, vistiendo a desamparados al lado de una carretera.

—Vale, lo pillo—se levanta y comienza a rebuscar en los cajones—, eh... ¿Qué busco?

Suspiro, doy media vuelta y rebusco entre los papeles que se encuentran en los cajones del escritorio.

—Su rostro me recuerda mucho a uno, que hace no mucho dejo de respirar—le explico.

—Así que... ¿buscamos un rostro parecido al de tu ángel?—abre otro cajón de la mesa de noche.

Arrugo mi nariz ante su manera de llamarla.

—No es mi ángel, y sí.

Estoy buscando la información del posible pariente del ángel porque... su rostro lleno de arrepentimiento me recordó mucho al de una mujer; simple curiosidad, sin embargo, el rostro de Clarissa con sus ojos llenos de esas miles de emociones que no supe identificar se había quedado grabado en mi retina. No comprendo cómo si me tenia bajo su poder, dejó de hacerlo en segundos, haciendo que un dolor de cabeza me recorriese y pudiese saber lo que ocurría con tan solo verla.

Un odio profundo me recorrió en ese momento, sin embargo... no hice el amago de seguirla cuando fácilmente pude haberla capturado mientras corría en línea recta hacia esas espantosas escaleras.

—Creo que tengo algo...

—Muéstrame.

Se acerca con una hoja, me muestra la imagen de una mujer de cabello chocolate; sus ojos de un color negro, su nariz es recta, pómulos marcados... no concuerda en casi ningún aspecto de Clarissa, sin embargo; el parecido se encuentra allí, no en lo físico, sino, más allá. Los sentimientos que reflejan sus ojos. Sus ojos que compartían color con los de su... lo que sea que son.

—Alena—leo en voz alta.

—¿Cómo puede parecerse tan poco pero al mismo tiempo tanto?—pregunta.

Normalmente nos concentramos en su físico, pero las emociones que sentí al acabar con ella, fueron las mismas que sintió Clarissa al observarme antes de huir. Arrepentimiento. Nunca comprendí a esa mujer por sentir arrepentimiento a la hora de morir; sentir lo que siente tu víctima al asesinarla es una maldición, la maldición que se le ha impuesto a mi cuchillo.

Cada demonio debe elegir el arma que le venga mejor al acabar su primer año en el infierno; se les implica una prueba con dos de los más fieles seguidores de mi padre, para observar qué tan dispuestos estarían a dar su vida por la de él.

La mayoría de las personas pasaban esta prueba como si fuese la prueba para entrar al cielo, fácil, rápido y perenne; perenne porque solo es suficiente hacerlas una vez para saber que esa persona seguirá al diablo a muerte.

En estas pruebas se prueba la fidelidad, y, si la prueba es superada, el demonio en cuestión es recompensado con el arma que utilizaría en sus batallas, con la excepción de qué, el arma que escojas, tendrá impuesta una maldición.

Para algunos, su maldición es obtener el nombre de sus víctimas marcado en el filo de su arma cuando su ultimo suspiro es dado, para otros... su maldición es escuchar los lamentos de sus víctimas hasta el final de sus días; maldiciones que pueden hacer que el momento de satisfacción al observar la sangre de una persona recorrer, pasen a ser una tortura satisfactoria.

Créanme, los demonios pueden ser muy delicados en cuanto los detalles de sus armas respecta, para esas personas, la maldición de los nombres en el filo de sus armas, es peor que una apuñalada en el corazón.

Pero pocas veces he visto a personas con la misma maldición que mi cuchillo.

El dolor es lo de menos, sentir dolor es lo que me han enseñado a soportar desde crío.

Pero muchas veces he sentido lo que mis víctimas sienten al momento en que su corazón deja de latir.



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En el texto hay: demonios, romance, demonios angeles

Editado: 06.02.2023

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