N o e l
Quiero escucharte decir lo que gritan tus ojos.
El tiempo continúa pasando.
Él nunca se detiene, ni siquiera por aquellas almas en pena que deambulan por el mundo, buscando un milagro que lo haga detener.
No se detiene por esas personas que tienen su corazón roto, no se detiene por aquellas que el alma se les cae al suelo, ni por aquellas que la pequeña herida interna se convierte en una enorme y desgarradora que duele, y aunque no parezca física, duele en el interior.
Donde todo es siempre más doloroso, donde no hay ninguna capa que proteja del golpe.
Porque cualquier golpe al corazón siempre será directo, preciso y la tortura parecerá infinita.
Como si el tiempo se detuviera.
Las personas dejan sus heridas en manos del tiempo.
“El tiempo lo cura todo, ¿Cierto?”
Sí, claro que lo hace.
El tiempo continúa pasando, y se lleva heridas, las cicatriza, pero no desaparecen.
La piel queda débil, y cualquier otro rasguño haría que se abriera nuevamente.
Y la mente y los recuerdos son quienes tienen el arma perfecta para abrirte la herida de nuevo, que la sangre corra por el lugar y arda como si estuvieses en el maldito infierno.
¿Qué ironía, eh?
Unos toques en la puerta me hacen quitar mi mirada el imperio bajo mis pies.
—S-señor—Mónica abre ligeramente la puerta.
—Adelante—digo, intentando no intimidar más a la pobre mujer.
Se adentra en la oficina e inmediatamente sus ojos se van hacia el gran ventanal a mi izquierda, traga grueso cuando observa algo allí abajo que la hace caminar con más ímpetu hacia mi escritorio.
—S-su amigo… Manuel—comienza y frunzo mi ceño, acto que no le pasa desapercibido y comienza a tartamudear con más frecuencia.
—¿Manuel?—inquiero.
Asiente rápidamente, revisando una libreta que lleva apretujada bajo su brazo. Palidece y alza su cabeza rápidamente.
—Lo siento, señor—baja su cabeza, negando repetitivamente—, Miguel, es el nombre de su amigo; me he equivocado.
Bufo y me levanto de mi silla, ella se tensa visiblemente pero no emite sonido alguno.
Rodeo el escritorio y sigo de largo hacia la puerta.
—¿Se encuentra solo?—pregunto lo que en realidad me interesa saber.
Se gira hacia mí, sin mirarme a los ojos.
—N-no, no, señor.
Asiento y salgo de allí, encontrándome con Emir a punto de llegar a mi oficina.
—Busca a otro asistente—digo lo suficientemente alto para que la mujer dentro de mi oficina me escuche—. No quiero otro incompetente más trabajando en este edificio.
Emir me mira sabiendo que mi tono de voz es a propósito, pero no se atreve a refutar ni a intentar hacerme cambiar de opinión, después de todo, le dieron un puesto en la única oficina de gran prestigio en el infierno nada más se le dio por muerta y mandada a este lugar para vivir su eternidad en este horno.
Me importa un comino si se siente mal, si es nueva en esto, si acaba de perder a su perro. Me importa poco, mi humor hoy está por el subsuelo y lo único que podría arreglarlo ni siquiera me ha dirigido la palabra
—Así será, señor.
Sigo directo hacia las escaleras, sin perder mi tiempo esperando el maldito elevador.
La escalera de emergencia se me antoja infinita hasta que por fin la veo en el vestíbulo, me permito detallarla ahora que no se ha percatado de mi presencia, su cabello rubio desentonando totalmente del resto de hombres calvos y mujeres con el cabello en una coleta, lleva una blusa con el dibujo del espiral en el pecho y espalda, unos jeans rotos y unas simples zapatillas.
Y más bella no me puede parecer.
Su mirada azul se conecta con la mía, y sus ojos brillan pero rápidamente aparta la mirada.
Me acerco hacia ambos, donde Miguel observa su alrededor con aburrimiento y se sobresalta cuando llego a su lado. El silencio se extiende alrededor cuando las personas notan mi presencia, muchos miran en mi dirección, jadean con temor y no se llevan mi atención, poco me importa, porque la única persona que quiero que me observe no se digna a hacerlo.
Tiene toda mi atención en ella, y tampoco parece importarle.
—Hombre, hay que ponerte un cascabel.
Ríe y yo mantengo mi vista fija sobre la mujer frente a ambos.
Clarissa mira hacia afuera, donde la vidriera se alza y deja ver el exterior, ni un solo alma deambula por los andenes, no se atreven, le temen a todo lo que pueda acercarlos al diablo.
Le temen a cualquier palabra que pueda salir de mi lengua viperina.
Hacen bien en quedarse fuera de mi alcance.
—Ya puedes irte—observo a Miguel, que bufa y comienza a caminar hacia afuera despotricando.
—Deberían de llamarme, Miguel don encargos—susurra, pero es bastante audible para ambos.
Siento la tensión que emana el pequeño cuerpo de Clarissa, y soy consciente de que su cabeza continúa girada hacia el mismo punto que anteriormente repasaba.
—Clarissa—la llamo, su cuerpo respinga ligeramente y entonces finalmente me observa—, ven conmigo.
Se mantiene en su lugar, y alza su mentón frunciendo ligeramente su ceño.
—Por favor—susurro.
Escucho varios jadeos a nuestro alrededor, miro de donde provienen y atrapo a dos chicas observándonos, rápidamente quitan sus miradas pero no estoy para pasarle ninguna a nadie.
Chasqueo mis dedos y rápidamente ambas comienzan quejarse, segundos después sus chillidos y gritos llenan el lugar. Se retuercen y caen al suelo, las lágrimas resbalan por sus mejillas y mi mirada conecta con la de una de ellas, me mira suplicante, pero debieron pensarlo mejor dos veces antes de escuchar conversaciones ajenas.
Clarissa mira confundida hacia ambas.