Mi Ángel de Luz

El inicio y el final de un amor

El día de su nacimiento fue tan tormentoso como la vida misma, desde el alba hasta el anochecer se mantuvo nublado, ni un atisbo de la luz solar en los resquicios de las nubes espesas y negras. Él esperaba ansioso la llegada de su primer hijo, sus manos sudaban y no dejaba de mover los pies con impaciencia.

Dentro de la sala de operaciones los doctores se movían rápido y una mujer gritaba de dolor mientras las lágrimas surcaban sus mejillas que se confundían con los chorros de sudor que la empapaban por completo. Una enfermera le decía palabras de aliento pero la mujer no tenía consuelo en ninguna palabra de ánimo que le dijeran; la sensación de punzada que le proporcionaban las contracciones se llevaban todo. Los doctores comenzaron a apurar el paso para que la mujer dejara de sufrir tanto.

Era un hecho que el parto se había comenzado a complicar y él en la sala de espera sentía como un frío recorría su columna; algo le decía que no iba nada bien. Se puso de pie y cambiaba de un lado a otro, su respiración se agitaba, la desesperación era evidente. Mientras tanto, Sandra comenzaba a perder oxígeno, su vista se borraba mientras escuchaba con dificultad como uno de los doctores decía a viva voz.

–Cesárea de urgencia ¡Rápido, rápido! –Se escuchaba desde adentro de la sala de operaciones.

Era evidente que Sandra perdía mucha sangre y los doctores actuaban lo más rápido posible pero todo parecía inútil, ella estaban perdiendo el conocimiento y sus signos vitales se debilitaban con cada segundo. Un bebé estaba viendo la luz poco a poco mientras que su madre pegaba un último suspiro mientras decía:

–Miguel… –Tras musitar esta palabra, poco a poco la oscuridad se apoderaba de su ser y su vida se extinguía finalmente.

En la sala de espera Miguel ya no podía más con aquella incertidumbre que se llevaba cada halo de paciencia, pero no tuvo que esperar demasiado, ya que, el doctor que había atendido el caso de Sandra se acercó a él con el rostro perlado de sudor y una toalla en las manos; en un hilo de voz, pero sin manifestar emoción alguna, le había comunicado lo último que Miguel hubiera querido escuchar en su vida: su amada esposa había fallecido en el parto.

Las paredes del pasillo se llenaron con el grito de dolor que había salido desde la garganta de Miguel y sin más caía de rodillas al suelo, llorando desconsolado. Fue tanto el dolor que irradió en aquel momento que, algunas auxiliares se acercaron a intentar calmarlo pero fue inútil, él sabía qué había pasado ahí adentro de la sala de operaciones y el hecho de que ya no podría oír su voz otra vez desgarraba un poco más su corazón a cada segundo.

Cuando cesó un poco el llanto desgarrador, Miguel, aún sintiendo los espasmos de los sollozos y por completo desconsolado, vio que el doctor que le había dado la noticia, se acercó y le dio el pésame con un tono algo gélido en su voz y él solo le devolvió una débil sonrisa ladina. No necesitaba fingir empatía, ya se había dado cuenta que no tenía ni un ápice de esta y, al final el doctor solo había hecho su trabajo.

Cuando Miguel levantó la vista una enfermera venía caminando en su dirección, ella tenía una bebé envuelta en una frazada color rosa en brazos y él sintió que el mundo se detenía por un instante. En esos pocos segundos la tristeza fue nula y podía sentir cómo su corazón podía latir y recibir un oxígeno nuevo. El luto continuaba allí, pero la presencia de aquel ser tan pequeñito e indefenso que venía en brazos de aquella muchacha, la que sin saberlo, con cada paso había ocasionado un giro rotundo en sus emociones. Todo era una mezcla agridulce jamás experimentada por él en la vida.

–Aquí está su hija –le dijo con dulzura mientras él con los ojos hinchados la recibía y cuando la vio, la ternura se hizo presente; sonrió débilmente mientras unas palabras salidas de su boca le llenaron de una paz indescriptible.

–Hola… Sandrita. –Pese al dolor, Miguel no pudo evitar sonreír.




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