Mi Ángel de Luz

La vieja puerta escondida

La tarde había languidecido por completo, los sonidos de los grillos se hacían presentes por todo el vecindario y el manto mostraba un sinnúmero de estrellas, indicando que esa sería una noche bastante tranquila.

Sandrita comía en silencio la deliciosa cena que Cata había preparado que consistía en huevos fritos, tocineta y con una pasta de frijol exquisita.

Miguel veía extrañado a su hija, ella era una niña muy habladora y en esos momentos, a pesar de que había tanto de qué hablar, ella tenía la mirada baja. Cata ya se había marchado antes de que él llegara, así que no tenía ningún indicio de lo ocurrido durante el día.

«¿Le pasaría algo en el colegio de lo que no quiere hablar?», pensaba mientras bebía un poco de limonada con soda preparada por su hija. Con discreción carraspeó y trató de iniciar una conversación con la distraída Sandrita frente a él.

–Oye, Sandrita ¿Que tal el cole, todo bien? –inquirió mientras sonreía y sacó a Sandrita de sus profundos pensamientos.

–Eh… Todo bien papá, estamos haciendo un experimento de incubación en ciencias. La verdad es que está muy interesante. –Le respondió sonriente, pero de nuevo el silencio volvió a invadir las paredes del comedor, dejando un tanto descolocado a Miguel.

–¡Me alegro de que sigas aprendiendo muchas cosas nuevas, hija! – dijo en voz alta y estridente.

–G-gracias, papá. –Sandrita lo estaba viendo extrañada y sus manos indicaban que, por poco se tapa los oídos a causa del casi grito de su padre.

«Tonto, así no te dirá nada, estás actuando forzado». Miguel rio nervioso por la exageración de las palabras estridentes de hace segundos.

Pasaron unos segundos, y mientras removía la comida de su plato se decidió a ir al grano de una vez por todas. No podía permitirse fingir que todo iba bien, cuando quizá algo grave podría estarle pasando a Sandrita.

–Hija, te noto distinta en estos momentos, se te nota ¿Puedo saber si algo te pasa? –soltó aquella interrogante de un tirón, a lo que Sandrita le respondió formando una sonrisa en su rostro. «Claro, mi hija tenía que ser… siempre haciendo como que todo está bien».

–Papá, no me ha pasado nada malo. Es solo que… la sortija de mamá se extravió –esbozó con suavidad y viendo hacia su plato.

–¿Qué? ¿Pero, cómo es eso posible? –Miguel hizo cara de no poder creerlo, él sabía que Sandrita era muy ordenada y también era consciente de lo mucho que apreciaba aquel objeto de valor sentimental.

–Pero luego apareció –sonrió ella mientras levantaba su rostro para verlo, a lo que Miguel respiró de alivio –. Cuando creí que la había perdido para siempre, la encontré en un lugar lejos de donde yo la hubiera podido colocar.

–¡Uf! Me alegro Sandrita, me asusté por un segundo. Tu mamá siempre llevaba puesta esa sortija –comentó fijando su vista en dirección a la pared –, ella me decía que la tenía desde siempre, incluso desde antes de conocernos. De verdad que es un alivio saber que no está extraviada –exclamó Miguel mientras mostraba su dedo pulgar y mostraba una sonrisa en señal de victoria.

–Relájate padre, yo también me encuentro feliz y más porque hoy es el día de San Valentín. Eso me hace recordar algo, espérame un momento –. Sandrita se levantó de un brinco y fue corriendo por la tarta especial de Cata.

Juntos recordaron a Sandra y partieron aquel postre especial en su honor, mientras veían fotos de ella. Mientras Miguel contaba anécdota tras otra sobre lo dulce que fue siempre con las personas y lo buena y hábil que era para el arte culinario, él recordaba con nostalgia, una sonrisa ladina y un pequeño dolor en el corazón y la pequeña Sandrita mientras tanto se limitaba a escuchar todo lo que su padre le contaba, inevitablemente se hacía imágenes anhelantes del amor de su mamá con una sonrisa amplia.

–¡Qué! No te creo –decía Sandrita estallando entre risas.

–Sí, te lo juro y luego tuvo que soltarse de la rama y se cayó de panza. Lo bueno es que, yo amortigüé su caída, así que a ella no le pasó nada –afirmaba Miguel y ambos estallaron en una risotada solo de imaginarse aquella escena.

Luego de haber compartido aquel momento conmovedor, en el cual hubieron muchas risas y algunas cuantas lágrimas, Miguel pronto fue a su habitación para caer en un profundo sueño. Cada vez que él dormía de esa manera tan plácida siempre soñaba con su amada y a veces, solo a veces lograba decirle cuánto la seguía amando hasta ese momento; pero claro, él estaba consciente de que solo era un sueño que le permitía llenarse de su recuerdo.

Sandrita, por el contrario no podía pegar el ojo desde que se encerró en su habitación; tanto fue el ataque de insomnio, que para mientras miraba embelesada la sortija y escuchaba a los grillos con sus cánticos nocturnos, también podía divisar las luciérnagas desde su ventana.

A lo lejos también pudo escuchar los fuertes ronquidos de su padre y eso le dio luz verde para actuar sin molestarlo o inquietarlo. Con mucho cuidado de no hacer ningún sonido estridente, movió la cama una vez más.

El sudor se asomaba en su frente cuando se topó con aquella pesada porción de suelo que no dejaba tranquila su mente. De pronto se inclinó hacia abajo para intentar observar algo, y como si de la luz del día se tratara, algo comenzó a brillar en el bolsillo de su vestido.

«¡La sortija!», exclamó para sus adentros con una emoción que no sabía descifrar al final si era eufórica o de miedo; quizá ambas se mezclaban entre sí.

Cuando la sacó de su bolsillo vio atónita ese extraño resplandor que emanaba del ahora aro lumínico; intentó ver el suelo y al acercar la sortija una perilla estaba ahí donde antes solo había una tabla de madera. Sandrita sintió un escalofrío invadir todo su cuerpo ante tal hecho.

–Oh, Dios –musitó con debilidad y temor mientras abría lentamente aquella que parecía una puerta encantada.




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