«Te vi… y el mundo se detuvo, como si el mismo tiempo contuviera el aliento, como si el destino susurrara tu nombre a través de mi mirada».
—¿Segura que quieres entrar? —pregunta Sindy con una sonrisa traviesa.
—Sí, sí quiero —responde Noelia, sintiendo la adrenalina correr bajo su piel.
El club "Κεριά Μαύρα" (Velas negras) está ubicado en un sector exclusivo de Atenas, no tiene letreros llamativos ni ventanas que permitan espiar su interior. Solo una puerta negra con detalles dorados y una luz tenue que ilumina el acceso. Dos hombres altos, trajeados custodian la entrada, escaneando con la mirada a cada persona que se acerca.
Galen Nikolopoulos, compañero de universidad de las dos jovencitas, entrega su tarjeta de membresía. El portero la revisa, le dedica un asentimiento discreto y abre la puerta. El grupo conformado por ocho expectantes y emocionados jóvenes universitarios entra al lugar envuelto por una atmósfera que los atrapa de inmediato.
Luces en tonos rojizos y dorados se deslizan sobre las paredes de terciopelo oscuro, mientras la música de fondo late con un ritmo grave y sugestivo. No es estridente ni invasiva, es una cadencia constante que se siente casi incitante.
Noelia y sus amigos avanzan con curiosidad, explorando las distintas salas. Todo en Κεριά Μαύρα sugiere lujo, deseo, control, dominio y sumisión. No hay caos, no hay estridencia. Solo un juego de poder y entrega, en el que cada persona conoce perfectamente las reglas.
Galen les hace el recorrido. Se detienen en el primer salón que encuentran, a través de un enorme vidrio observan a una pareja que juega con vendas de seda y ataduras de cuero; no hay sexo explícito, solo un intercambio sensual que es visto por todos los que se acercan a ese rincón.
—Vamos —indica, Galen—. No nos quedemos en un solo lugar. Aun no han visto nada —dice con picardía.
Más adelante, en una sala que parece una mazmorra, un hombre alto, musculoso, con el torso desnudo, sostiene con fuerza la barbilla de una mujer que está arrodillada frente a él, vestida con unas pocas prendas de cuero y con las manos atadas en su espalda. El hombre baja su pantalón negro de cuero, saca su enorme erección y la mete en la boca de su sumisa que la succiona con avidez, mientras él le jala el cabello con fiereza.
—Esto es… —Sindy se inclina hacia Noelia, sin encontrar la palabra exacta.
—Diferente —responde ella con gracioso desconcierto, sin apartar la mirada de la escena.
—Estas son salas públicas —explica Galen—. Esas personas desean que las vean.
—¿Y las que no quieren? —pregunta Sindy.
—Por allá —señala Galen unas escaleras en un enorme pasillo iluminado con luces rojizas—. Esas escaleras llevan al segundo piso donde está la zona privada donde no tenemos acceso a menos que un dom nos invite. También hay elevadores exclusivos para clientes VIP.
—Oh —exclaman sus compañeros al unísono.
Galen ríe divertido.
—Vamos, sigamos.
En el centro de la siguiente sala, un enorme sofá de terciopelo rojo domina el espacio; en él, está reclinado un hombre que a leguas se nota que está acostumbrado a ser obedecido. Su postura es indolente, su brazo extendido sobre el respaldo mientras sus dedos juegan con el cabello de una de sus sumisas, una mujer de piel perlada que descansa su mejilla contra su muslo.
A su alrededor, el espectáculo es decadente y fascinante al mismo tiempo. Otra mujer, vestida únicamente con un corsé de encaje y medias, se arrodilla frente a él, con la cabeza gacha, en espera de una orden. La devoción en sus ojos es absoluta.
A unos metros, una tercera sumisa pende del techo, atrapada en un elaborado nudo shibari que dibuja líneas rojizas sobre su cuerpo desnudo. Su respiración es pausada, su expresión serena, perdida en un estado de entrega total. La cuerda cruje suavemente con cada sutil movimiento, marcando el tiempo en un juego de control absoluto.
En una esquina de la sala, una cuarta mujer se encuentra dentro de una jaula de metal. Sus manos rodean los barrotes, y su mirada sigue cada movimiento de su amo, en el sofá. Su mundo se reduce a él. Su sumisión no es forzada, es ansiada.
El dom, ajeno a las miradas curiosas de quienes se acercan a observar la escena, desliza sus dedos por la mandíbula de la mujer en su regazo y le levanta la barbilla, evaluándola con la misma calma con la que se evalúa una obra de arte. No hay apuro en sus gestos, sabe que todo ahí le pertenece.
Noelia no puede apartar la vista. La escena frente a ella la atrapa con una fuerza inquietante mientras algo en su interior despierta de un letargo del que ni siquiera era consciente. Su respiración se vuelve superficial, su piel se eriza bajo la luz cálida que baña la sala.
El amo exuda control, dominio absoluto. La manera en que sus dedos se deslizan por la piel de su sumisa, cómo su sola presencia gobierna el espacio, la forma en que esas mujeres lo miran con entrega y devoción… todo ello despierta en Noelia un anhelo desconocido. Es absurdo. Ilógico. Y, sin embargo, está ahí, creciendo dentro de ella, expandiéndose como un fuego lento pero indetenible.
Editado: 17.02.2025