El señor Alexander me anotó en un grupo de terapia, somos los compradores anónimos. Mi caso no es tan grave como varias personas que están ahí, hay personas que han perdido todo por su adicción, ¿Quién diría que esa vez que me arrestaron por tener polvo blanco en la nariz sólo por haberme comido una dona de azúcar glass sería el menor de mis problemas?
Me siento mal pero trato de ser optimista, por lo menos sé que no estoy sola.
Cuando regreso de mi primera terapia grupal y entro a la casa, descubro que todos están en el comedor justo a tiempo para la comida, creo que hoy es un buen día. Lista para compartir mi experiencia y mis pasos para poder recuperarme.
—Hola a todos. — Entré sonriente, debo de ser optimista.
—¡Andrés! — El señor Alexander lo miró mal. — Es muy grande este pedazo, hazle una rebaja. — Andrés miró sorprendido al señor Alexander, más de lo debido. — ¡Perdón! — El señor Alexander se cubrió la boca mirándome arrepentido.
—¡Oh, no, no, no! No quiero que todos se anden cuidando de lo que hablan. — Sonreí de lado. — Si voy a tropezar, solo debo de decir mi pequeña oración: Dios, dame la fuerza necesaria para poder aceptar las cosas que no se puedan devolver… ¡Cambiar! ¡Qué no se puedan cambiar! — Me alteré al pensar en compras, cuando devolvía la ropa después de usarla, esos eran buenos tiempos.
—Excelente, señorita Valeria. — El señor Alexander tomó mi mano. — Lo importante es que ahora ya la están ayudando y ese es el primer paso para la recuperación.
—De hecho, no. Mi recuperación es a doce pasos. — Solté su mano para meterla a mi bolsillo y sacar la hoja que me dieron en la terapia. — Y el primer paso es: disculparme con todos porque mi adicción los afectó también a ustedes. — Leí el primer paso. — Pues perdón. — Los miré a todos. — Listo, fue muy fácil.
—Val, tienes razón. — Michelle me miró tierna. — Tú siempre me llevas a tiendas y me haces comprar todo lo que me queda bien y… — Lo pensó un segundo. — Eso no se acabará ¿O sí? — Parecía preocupada.
—Michelle, no estás ayudando mucho. — La regañó el señor Alexander.
—Lo siento.
—¿Cuál es el paso número dos? — Me preguntó el señor Alexander tratando de darle un vistazo a mi hoja.
—No lo sé. — Miré el número dos. — No se alcanza a apreciar bien, creo que puedo saltarlo y el tres es… — El señor Alexander me arrebató la hoja.
—Paso número dos. — Comenzó a leer. — Cortar todas las tarjetas de crédito.
—¡No, no por favor! Eso no puede ser, es muy cruel. — Rogué. — Por favor, son como mis hijas. — Saqué mi cartera y le mostré mis ocho tarjetas.
—Es el paso número dos y así debe de ser. — Me animó.
Andrés trajo unas tijeras.
—¡No! Por favor, aunque sea déjenme conservar esta. — Les mostré mi primera tarjeta, la que saqué al iniciar trabajando aquí. — Estoy tan cerca de ganarme un viaje a África.
—Señorita Valeria… — Advirtió.
Quise llorar, algo en mi decía que no, tragué saliva y quise azotarme en la mesa, sabía que debía dársela pero no podía.
—Esta bien. — Me tembló la voz. — Iniciaré con… esta. — Tomé la tarjeta del cine. — Está solo me da boletos gratis.
Comencé a cortarla y algo en mi se descompuso, me sentía más ansiosa, me dió vueltas todo y me costaba respirar. El señor Alexander me pasaba las tarjetas que tenía que cortar, una por una, era como una lenta tortura, cuando mis lágrimas ya no me dejaban ver, paré, comencé a tener frío, estaba sudando y no podía ni hablar.
El señor Alexander me obligó a cortar todas y me sentí aún peor.
Quedé inconsciente unos minutos y recordaba todo borrosamente a tal grado de pensar que todo había sido un sueño y que mis tarjetas de crédito estaban a salvo, las revisé y casi muero al comprobar que se habían ido de mi lado.
Estaba cubierta con una manta en el sofá de la sala, aún así tenía frío, estaba temblando, sentía una ansiedad y una tristeza enorme.
Me dolía, era un dolor indescriptible, sólo puedo compararlo con aquella vez que mi madre me atropelló accidentalmente.
Estaba temblando, me mesia hacia atrás y hacia adelante tratando de calentarme, tampoco es como si pudiera quedarme quieta. No podía respirar bien y un nudo en mi garganta crecía.
—Se ve muy mal. — Andrés y el señor Alexander me cuidaban. Mandaron a las niñas a sus habitaciones, no querían que me vieran así.
Y yo tampoco.
—No voy a lograrlo. — Me quejaba retorciéndome.
—Tranquila, sí puede. Solo es la abstinencia.— El señor Alexander trataba de calentar mis hombros frotandolos.
—¡Necesito comprar algo pequeño! — Grité jadeante.
—¿Qué le sucede?
—¡Me duele! — Me retorcía. — Sólo necesito comprar algo por televisión. — Estiré mi mano para tomar el control remoto. Andrés me lo arrebató.
— Mire, señorita Valeria. —El señor Alexander me mostró su tarjeta de crédito. Estiré mi mano y la toqué, se la arrebaté con desesperación y comencé a frotarla contra mi rostro. —¿Se siente mejor? — Me preguntó tomando su tarjeta y metiendola en su bolsillo de enfrente, Andrés se retiró a la cocina, me estaba haciendo un té.
—Sí. — Le sonreí un poco aliviada.
—Tranquila, señorita Valeria estaré con usted toda la noche. — Me sonrió. Yo lo abracé con negras intenciones, duramos asi varios segundos. — Me refiero… — Me alejó suavemente de él. — Con lo de que "estaré toda la noche con usted" a que la acompañaré, no a que haré algo con usted. — Parecía nervioso y torpe aclarando eso.
—Lo entiendo, sin intimidades. — Asenti.
—Exacto, lo siento.— Se disculpó.
—Yo más. — Admití. —Pero aún así, señor Alexander. Creo que ya ha pasado lo peor. — Le sonreí. — Vaya a dormir y yo enseguida subo.
—¿De verdad se siente mejor? — Me preguntó preocupado.
—Claro. — La tarjeta del señor Alexander palpitaba en mis manos, la robé de su bolsillo. Necesitaba ir a comprar algo, necesitaba sentirme bien.
Editado: 21.01.2021