Tenía aquella costumbre de llegar tarde a las clases del profesor Watson, que daba historia mundial, por quedarme en las gradas del campo de deporte, supuestamente dibujando, en el rato que uno de los equipos de fútbol del turno tarde se quedaba para su entrenamiento. Algunos de los estudiantes que me veían moviendo el lápiz sobre el papel, adoptaron por llamarme el "Dibujante de los Atardecidos", al pensar que dibujaba solo al equipo. Prácticamente había hecho algunos dibujos del grupo, pero en general me centraba en un solo jugador: Nahuel Ortiz, uno de los mediocampistas suplentes, pero extremadamente sexy. Debo confesar que fue él quien desató las dudas de mi identidad sexual. O, mejor dicho, él fue quien dio fin a la crisis interna que había en mi a los catorce años (Ya en ese entonces habían trascurrido dos años de que ese pibe se convirtió en mi amor imposible o crush). Mierda. Y no era el único que se dio cuenta de él. A menudo, en clases oía a mis compañeras que hablaban de aquel suplente que se llevaba la atención, no por su mala forma de jugar a causa de los nervios, sino por esa sensualidad y ternura. Hasta algunos chicos se le quedaban viendo con cara de estúpidos por el parecido de Nahuel con un perfecto muñequito de porcelana; Aquellos ojos celestes robaban suspiros a cualquiera. Y esa personalidad encantaba a todos. Nahuel era muy tímido, como yo, pero tenía su gran popularidad por el equipo de fútbol, por ser de los mejores en natación y ser parte del grupo de periodismo en su turno. Sin olvidar mencionar que sus calificaciones eran de nueve y un poco más. Lamentablemente solo lo podía ver media hora o menos entrenando, ya que tenía clases y cuando tenía natación yo debía asistir al taller de dibujo. No tenía el valor de ir a los partidos, me avergonzaba de pensarlo. Sólo una vez que suspendieron la reunión del taller de dibujo, pensé ir al natatorio. Pero imaginar a Nahuel en ropa de baño, mostrando todo ese cuerpo atlético que un par de veces pude ver durante las prácticas de fútbol, en el momento que se levantaba la camisa para secarse el sudor del rostro... Me detuvo. Hasta tuve que encerrarme en el baño para que los nervios se detengan. Ay, dios. Qué vergüenza aquella vez.
Pero ahí estaba yo, otra vez, dibujando a Ortiz; En posición, observando la pelota que sus compañeros se pasaban con los brazos como jarro y mascando un chicle con el que formaba un globo el cual luego explotaba pegándose en esos finos labios que después se lamía para repetir el proceso. Ya a esa altura me encontraba excitado, mordiéndome los labios, con la fantasía de besarlo en mi mente. Ya es para darse cuenta de que estoy loco por él. ¡Completamente loco!
Mi celular vibró en el bolsillo. Lo saqué de mala gana. Pero al ver que se trataba de un mensaje del grupo del curso dando una noticia genial... ¡Me sentí con suerte! Watson no había ido a clases. Así que, armándome de valor, me quedé durante todo el entrenamiento que sólo duraba una hora. La hora más valiosa de mi inexistente vida gastando diez hojas de dibujo en donde ilustré a Nahuel Ortiz con muchos detalles y en diferentes ángulos. La verdad que me dio pena imaginar a alguien descubriendo esos dibujos. A lo que guardé, en plena desesperación, el blog de hojas y la cartuchera en mi mochila y salí corriendo del club. Como tenía dos horas más de historia mundial, fui directamente al EP (Edificio Principal) para entrar a la biblioteca que se encontraba en planta baja. Mi favorita por ser la más espaciosa. Me senté en una de las mesas más alejadas del bullicio de los pocos estudiantes que se encontraban ahí. No podía dejar se temblar y, sin aguantar más, me permití llorar en silencio. Siempre era así. Me sentía feliz de ver a Nahuel, pero me deprimía por la realidad: Tal vez Nahuel sabía que existía un chabón que dibujaba en las gradas, durante el entrenamiento. Pero no le interesaba ni siquiera conocerlo. Además, sabía que, si él llegase a acercarse para hablarme, yo saldría rajando lejos por los nervios. Es más, me desmayaría sino.
Saqué nuevamente mi blog de dibujo junto a la cartuchera. Con el rostro empapado. ojeé cada dibujo, remarcando algunos detalles que de la emoción había pasado por alto anteriormente. Golpeándome la mente, las imágenes de Nahuel Ortiz se hacían presentes: Su sonrisa; Sus muecas durante algo que lo disgustaba; Las carcajadas con sus compañeros; La forma veloz en la que escribía cuando se corría a un lado de la cancha; Cuando se tiraba agua en el rostro como modelo de propaganda... Otra vez estaba fantaseando. No podía dejar de pensar en lo atractivo que podría llegar a verse en la piscina. Así que tomé una hoja en blanco y me puse a dibujar, por primera vez, una posibilidad de cómo se llegaría a ver Nahuel Ortiz en natación: Lo dibujé completamente el torso desnudo, sin camiseta, y con el bañador que usaban los del club de nadadores. Costó, pero el resultado me hizo quedar satisfecho. Mordí mi mano con fuerza mientras remarcaba el lápiz negro. Cuando miré la hora en el celular, me espanté: Ya habían pasado las dos horas y en diez minutos tenía francés con el profesor Muñoz. Con él ni en podó iba a llegar tarde. Así que directamente agarré la mochila y en mis manos llevé el blog y la cartuchera, saliendo a la carrera de la biblioteca. Al cruzar la entrada, frené de golpe. ¡Casi choco con... Nahuel Ortiz! Él, que venía riéndose con sus compañeros, cambiados con los bolsos deportivos sobre el hombro, me miró con sorpresa. Lo tenía a centímetros... Me corrí a un costado, disculpándome por lo bajo y con la cabeza gacha para poder salir disparado de ahí. Fue lo más chiclé que pudo pasarme. ¡QUÉ VERGÜENZA!