I. Kilómetro Cero
El reloj marcaba las 5:30 de la mañana del 1 de junio. La Pesa, su mochila Osprey gris, se alzaba como un monumento junto a la puerta del pequeño hostal en Saint-Jean-Pied-de-Port. Luis la miró. Sus 7,8 kilos parecían ahora, en la penumbra, una carga inasumible.
El pueblo dormía bajo un manto de neblina que olía a piedra húmeda y a promesa. Luis se puso sus botas, las que había domado durante trescientos kilómetros en asfalto y parques. Se ató los cordones con una doble lazada, un nudo de seguridad para el viaje y para la vida.
En la mesa de la cocina, dejó una nota que había reescrito tres veces: "Volveré cuando sepa qué hacer". Era un mensaje para un futuro hipotético, un ancla para no desaparecer del todo.
El ritual de vestirse y cargar la mochila se sintió solemne. Al deslizar los brazos por las correas, el peso se asentó en su cadera, justo donde lo había ajustado. Respiró hondo. La mente analítica de Luis registró un hecho simple: la preparación había terminado. Ahora solo quedaba la acción.
En la oficina de peregrinos, la escena era un torbellino de idiomas y nerviosismo. Había risas histéricas, silencios concentrados y el sonido de las suelas de las botas raspando el suelo de madera. Luis se unió a la fila. Cuando llegó su turno, entregó su credencial. La mujer, con dedos rápidos y una expresión que denotaba que había visto cientos de comienzos como el suyo, estampó el primer sello. Era un sello de tinta azul que representaba el camino: una vieira y una flecha.
"Bon Chemin," dijo ella en un tono monótono que, sin embargo, vibró en el pecho de Luis.
Afuera, la oscuridad comenzaba a retirarse. Eran las 6:45 de la mañana. Luis se unió al río lento de peregrinos que se dirigían hacia la Puerta de Santiago. Al cruzarla, sintió un escalofrío. Atrás quedaban las tiendas de suvenires, los cafés y la seguridad de la frontera. Delante, la estrecha calle empinada de la Rue de la Citadelle, el primer aviso de lo que sería el día.
II. La Ruta de Napoleón
El primer kilómetro fue un engaño. La pendiente era pronunciada, pero el cuerpo de Luis, calentado por la adrenalina y tres meses de trote matutino, respondió. "Voy bien," se dijo, respirando profundamente para controlar el latido de su corazón.
Pero la Ruta de Napoleón no perdona.
La subida es implacable. Seiscientos metros de desnivel en apenas nueve kilómetros, todos ellos en una carretera de montaña que se tuerce y se eleva sin descanso. El camino dejó atrás el asfalto para convertirse en un sendero de grava y tierra a través de verdes prados y bosques densos.
Al cabo de una hora, la conversación interna de Luis se había reducido a una sola palabra, repetida como un mantra doloroso: "Arriba, arriba, arriba."
El aire de los Pirineos era fresco y puro, pero Luis ya no podía disfrutarlo. Sudaba a raudales. La mochila, que en su casa se sentía equilibrada, ahora era un monstruo que le empujaba la espalda baja y le tiraba hacia atrás. Se detuvo para beber agua.
"El entrenamiento. ¿De qué sirvió el entrenamiento?" El pensamiento lo golpeó con frustración. Su entrenamiento había sido en la llanura. Sus músculos estaban preparados para la distancia, no para el ángulo infernal de esta montaña.
Pasaban a su lado. El joven Marc, con sus bastones de trekking de fibra de carbono, parecía levitar. Un grupo de surcoreanos reían. Y luego estaba ella.
Una chica de cabello rubio ceniza, con una mochila minúscula y botas de media caña. Anya. La joven artista danesa de la sinopsis. Se acercó a Luis mientras este jadeaba apoyado en un poste de madera.
"¿Estás bien, peregrino?" Su voz era suave, con un acento musical. Llevaba una vieira de color blanco mate atada a su pequeña mochila.
Luis se enderezó, intentando recuperar algo de dignidad. "Sí, gracias. Solo... calibrando."
Ella sonrió, una sonrisa genuina que arrugaba la comisura de sus ojos claros. "El camino siempre te 'calibra' en la primera hora. Los Pirineos son el portero. Si superas este enfado inicial, el resto es negociación."
Luis se quedó en silencio, sintiendo la verdad de sus palabras. "¿Negociación?"
"Sí. Negocias con tu cuerpo: un kilómetro más por un trago de agua, una hora más por el derecho a sentarte. Negocias con tu mente: cinco minutos de duda por un minuto de silencio absoluto." Ella señaló el sendero por delante. "Buen Camino, Luis."
Ella sabía su nombre. Se dio cuenta de que se habían presentado brevemente la noche anterior en la oficina de peregrinos. Anya continuó caminando, su ritmo ligero y constante. Luis se sintió avergonzado de su propia debilidad, pero la pequeña interacción le había dado un nuevo ancla mental. Ya no se trataba de su jefe o de su apartamento; se trataba de no quedarse atrás de la chica con la mochila minúscula.
III. La Frontera
La subida continuó. Luis comenzó a aplicar la "negociación" de Anya. Se obligaba a caminar hasta el siguiente poste de electricidad, la siguiente roca grande, el siguiente arce retorcido.
Alrededor de las once de la mañana, la vegetación se hizo más escasa y el camino se abrió en las alturas, revelando un paisaje que le robó el aliento. Detrás de él, el valle se extendía en un tapiz de verdes intensos y ocres. Podía ver Saint-Jean-Pied-de-Port reducido a un conjunto de puntos, casi fuera de la historia.
Se detuvo en un refugio, el único que había en la ruta, gestionado por un pastor. Beber algo caliente era un lujo. Mientras descansaba, se quitó las botas para airear los pies: un ritual de prevención contra el enemigo invisible. Sus pies estaban calientes y ligeramente hinchados, pero limpios. El entrenamiento había valido la pena, al menos en este aspecto.
El tramo final de la subida fue pura fuerza de voluntad. Eran las tres de la tarde cuando Luis sintió el cambio de paisaje. El viento soplaba con una ferocidad que solo se encuentra en las crestas de las montañas. Llegó al hito que marcaba el cruce: la estatua de la Virgen de Roncesvalles y la señal que declaraba: ESPAÑA.