Mi Camino a Santiago

Capítulo 6: El Peso del Calendario Roto

​I. Marcha sin Plan

La mañana en Puente la Reina se levantó con un silencio que Luis apreció. El Albergue de los Padres Reparadores, sobrio y grande, había ofrecido un refugio de paz que contrastaba con el bullicio de la ciudad. A las 7:00 a.m., Luis ya estaba en la calle, despidiéndose del icónico puente, sintiendo que cruzaba otro umbral.

​Sus piernas se sentían pesadas, pero ya no doloridas. Era una fatiga aceptada, la nueva normalidad. Luis había abandonado los analgésicos: quería sentir cada kilómetro, quería que su cuerpo le hablara.

​El plan dictado por las guías era claro: la etapa terminaba en Estella (Lizarra). Pero Luis, al igual que el día anterior en Pamplona, sintió una resistencia instintiva a obedecer.

Estella es la parada programada, pensó. Estella es el hito que mi yo de hace tres meses hubiera marcado en negrilla.

​Y justamente por eso, tenía que ir más allá. La meta no era Estella, sino Ayegui, a poco más de tres kilómetros de distancia. La distancia extra era el impuesto que se cobraba a sí mismo por la libertad de su agenda.

II. Caminando sobre la Historia

La caminata comenzó por senderos agrícolas que recordaban la inmensidad que se acercaba. Pero pronto, el Camino se transformó en una lección de historia. Luis se encontró caminando sobre la antigua Calzada Romana, grandes losas de piedra que habían visto pasar legiones y siglos de peregrinos.

​Pisar esas piedras le dio una perspectiva de tiempo que ningún informe financiero podría ofrecer. La prisa que había definido su vida se sintió ridícula. Las losas romanas le enseñaban paciencia: si habían resistido dos milenios, su dolor en las rodillas podía esperar unas horas.

​A media mañana, el Camino se elevó bruscamente hacia Cirauqui (Zirauki), una joya medieval encaramada en una colina. El pueblo, con sus casas de piedra oscura y calles estrechas, parecía un decorado intemporal.

​Mientras ascendía, Luis vio a Anya, la artista, un poco más adelante. Estaba sentada en un muro, observando una pareja de peregrinos mayores que luchaban por subir la colina. Anya no dibujaba, solo observaba.

​Luis se acercó, jadeando levemente. "Cirauqui parece desafiar la gravedad."

​Anya asintió, sin apartar la mirada de la pareja. "Es el último esfuerzo antes de bajar a la llanura. Pero mira el Camino." Ella señaló el sendero estrecho. "El Camino siempre te obliga a subir antes de darte un respiro."

​Luis observó a la pareja. El hombre ayudaba a la mujer a subir, con una paciencia infinita y una mano firme en su bastón. No había ego, solo un apoyo mutuo.

​"Aquí, el éxito es compartido," murmuró Luis.

​"Y el fracaso también. Eso es lo que nos cuesta entender a los que caminamos solos por elección," respondió Anya, con un tono más íntimo. "Buen Camino, Luis. Nos vemos en la llanura." Ella se quedó allí, como una guardiana del ascenso.

​Luis siguió adelante, sintiendo la carga de la soledad que él mismo había elegido, pero apreciando la libertad que esta le otorgaba.

III. El Último Hito Planificado: Estella

El camino se suavizó después de Lorca, y a media tarde, Luis se encontró a las puertas de Estella. La ciudad tenía el encanto de una capital medieval, con iglesias románicas y el bullicio prometedor de una parada confortable.

​El cansancio de la mañana y la subida a Cirauqui hicieron que Estella le pareciera un oasis. Vio un albergue con un cartel de "Bienvenido" que brillaba bajo el sol de la tarde. Vio gente quitándose las botas y riendo en una terraza.

Podría parar aquí. Sería suficiente. Veinticuatro kilómetros es más que lo que hacía en un año.

​La tentación era fuerte. Era el momento lógico para detenerse. Pero Luis recordó la sensación de victoria que sintió al entrar exhausto en Zizur Menor. Esa pequeña victoria, la rebelión contra su propio guion, era lo que alimentaba su alma.

​Respiró hondo, apretó las correas de la mochila y cruzó la ciudad, evitando mirar demasiado los escaparates o las terrazas. Se sintió como un espía infiltrado en territorio enemigo, obligado a seguir adelante sin ceder a las comodidades del enemigo.

​Dejó la ciudad atrás, cruzando el puente que salía al campo abierto. El aire se hizo más tranquilo, el ruido de los coches disminuyó.

IV. La Meta Impuesta: Ayegui

El tramo de Estella a Ayegui, aunque corto, fue sorprendentemente duro. Era el tramo de la voluntad pura. El cuerpo ya había decidido que la jornada había terminado al ver Estella. Ahora, cada paso extra era una negociación dolorosa.

​Luis caminó con la cabeza baja, concentrado en el polvo del camino.

​Finalmente, vio las primeras casas de Ayegui. Un pueblo más pequeño, más tranquilo que Estella.

​A las 4:30 p.m., llegó a su destino, un albergue sencillo y moderno. Lo primero que vio no fue el cartel del albergue, sino la señal de indicación para el día siguiente, y con ella, el nombre que había buscado en los foros: Irache.

​Se registró. El silencio en Ayegui era un alivio después del ruido de Estella.

​Esa noche, mientras cenaba en el pequeño comedor, Luis sintió un tipo de satisfacción diferente. No era el orgullo de haber conquistado una montaña, sino la alegría tranquila de haber quebrado un hábito. Había caminado una etapa no porque el mapa se lo dijera, sino porque él lo había decidido.

​Al ir a acostarse, miró su credencial. Los sellos de los últimos días se amontonaban: Roncesvalles, Zubiri, Zizur Menor. Y ahora, Ayegui.

​Mañana, la recompensa no sería un hotel, sino un símbolo único de la generosidad del Camino.

​Cerró los ojos, con la certeza de que el camino de la liberación no era sobre la distancia, sino sobre la disciplina de la voluntad. Estaba en el camino de su vida, y por fin, él era el único que trazaba el rumbo.




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