Mi Camino a Santiago

Capítulo 7: El Regalo de la Vid

I. El Milagro Matutino

Luis se despertó en Ayegui con una sonrisa atípica. Hoy no solo se enfrentaba a una etapa de unos 29 kilómetros (Ayegui a Torres del Río es un tramo exigente), sino que sabía que el día empezaba con un milagro logístico.

​Salió del albergue a las 7:15 a.m., con el sol asomando entre las colinas. Apenas tuvo que caminar doscientos metros antes de ver la silueta del Monasterio de Irache. A un lado, adosada a una de las paredes, estaba ella: la Fuente del Vino.

​Una pequeña multitud de peregrinos ya se había congregado. La fuente tiene dos caños: uno de agua y otro de vino tinto, patrocinado por las Bodegas Irache. Una leyenda en la pared recordaba la regla: "A beber sin abusar."

​Luis se acercó, sintiendo la solemnidad del momento. No era solo vino; era un símbolo de la generosidad y la tradición peregrina.

​Estaban allí Anya, con su libreta ya abierta, más interesada en el color que en el sabor; el Padre Gabriel, que se persignó antes de acercar su cantimplora al caño, y Marc, el emprendedor, grabando todo con su móvil para un reel.

​"¡Luis, mira! ¡El verdadero sacramento del Camino!" exclamó Gabriel, con la cantimplora ya llena. "Jesús convirtió el agua en vino, y el Camino, la rutina en alegría. Hoy empezamos bien."

​Luis llenó un pequeño vaso plegable que llevaba. El vino era tinto, frío y sorprendentemente bueno para ser servido en la calle a las siete de la mañana.

​"Es la mejor recompensa por saltarse Estella," comentó Marc, bebiendo su dosis. "Si hubiéramos parado allí, esto sería una parada a mediodía, no la primera dosis de energía."

​Luis asintió. Se sentó en un pequeño muro junto a Anya. Ella mojó la punta de su dedo en el vino y lo tocó en el papel.

​"Para mí, esto es la definición de gratuidad," dijo Anya. "Nadie nos lo exige, nadie nos lo vende como un servicio premium. Es un regalo, una confianza. Si sabes que hay algo así esperándote, ¿por qué ir rápido?"

​Luis tomó otro sorbo, dejando que el sabor fuerte le despertara el paladar. Era el primer acto verdaderamente desplanificado y gozoso de su viaje. En su vida anterior, el vino a esa hora era impensable. Aquí, era una bendición.

II. Paisajes de Vid y Piedra

Con el cuerpo ligeramente entonado por la Fuente del Vino y el alma ligera por el encuentro, Luis y los demás reanudaron la marcha. El Camino se hizo más abierto y árido a medida que se adentraban en el paisaje de los viñedos, una tierra rica que se preparaba para la denominación de origen Rioja.

​La etapa era larga, pero el paisaje ofrecía una distracción constante. Cruzaron la histórica Puente de la Reina de Estella (la otra, que lleva el nombre de la ciudad), y siguieron hacia Villamayor de Monjardín, donde la subida a un castillo en ruinas les ofreció una vista panorámica de la inmensidad que venía: la Meseta en su versión más temprana.

​Luis caminaba con el Padre Gabriel. El sacerdote, aunque más lento, tenía un paso firme y hablaba sin parar.

​"Mira, Luis, toda esta tierra es vino," explicaba Gabriel. "Y el vino es paciencia. El Camino es como el vino. Al principio es joven, áspero, te da dolor de cabeza –como la subida a Roncesvalles. Luego se asienta, madura, como tú te asentarás en la Meseta. Y al final, te da una alegría profunda y duradera."

​"Yo sigo en la etapa del vino joven, me temo," admitió Luis. "Aún me da un poco de dolor de cabeza."

​"Es normal. Estás fermentando, hijo. Estás dejando ir los posos de tu vida anterior," dijo Gabriel, dándole una palmada en la mochila. "Solo no te compares con los demás. Mira a Marc. Se ha ido adelante porque tiene prisa. Y la prisa es la levadura equivocada para este viaje."

​Luis vio a Marc, que había apretado el paso y se perdía en la distancia. A pesar de haber recorrido muchos kilómetros, el ritmo de Luis era constante y sin picos de velocidad, una lección que había aprendido a costa del dolor.

III. Los Arcos y la Fatiga de Mediodía

El tramo de Villamayor de Monjardín a Los Arcos fue duro. El sol del mediodía caía sin piedad sobre las cabezas, y la protección boscosa era escasa. Era una etapa de caminar sobre la tierra de color marrón rojizo, entre campos de cereal ya cosechados y viñedos alineados como soldados. La etapa se hacía monótona, pero obligaba a Luis a concentrarse en la cadencia de sus pasos.

​Luis sentía que la fatiga no venía de la distancia, sino del calor. Su cuerpo se había adaptado a los kilómetros, pero ahora luchaba contra los elementos.

​Llegaron a Los Arcos, un pueblo con una plaza central acogedora y una iglesia imponente. Luis, Gabriel y Anya se detuvieron a almorzar en la sombra.

​"Aquí, si no te caes bien, el Camino se vuelve insoportable," dijo Anya, ofreciéndole a Luis un trago de agua fresca.

​Luis se sentó a su lado, exhausto. "Me estoy descubriendo. No sé si me caigo bien del todo."

​"Al menos tienes una opinión sincera," sonrió Anya. "Eso es mejor que el silencio que tenías al principio."

IV. Torres del Río y Pata de Oca

El último tramo de Viana a Torres del Río fue el más agotador. Eran casi 8 kilómetros de camino abierto y polvoriento. El sol ya comenzaba a descender, y Luis sentía el peso acumulado de los 29 kilómetros en sus hombros.

​Llegó a Torres del Río a las 5:45 p.m., un pequeño pueblo famoso por su iglesia octogonal, el Santo Sepulcro. Era un lugar diminuto y tranquilo.

​El Albergue Pata de Oca era conocido por su ambiente acogedor. No era un gran municipal, sino una casa restaurada, con un jardín y una calidez que prometía descanso.

​Fue recibido por los hospitaleros, una pareja que parecía personificar la tranquilidad rural.




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