Mi Camino a Santiago

Capítulo 8: La Celebración de La Rioja

I. El Último Adiós a Navarra

Luis dejó Torres del Río sintiéndose un hombre nuevo. La etapa de 20 kilómetros hasta Logroño era la más corta que había emprendido, y la perspectiva de un día relativamente fácil significaba menos dolor y más tiempo para disfrutar. Sus piernas, aunque tensas, se movían con la naturalidad de un autómata bien engrasado.

​La mañana fue un paseo entre viñedos que prometían la riqueza de La Rioja. El paisaje, aunque abierto, era suave, un contraste amable con los Pirineos y la escasez de agua del día anterior.

​A media mañana, el Camino le condujo a Viana, la última ciudad navarra. Luis y el Padre Gabriel entraron juntos, bajo el arco de la iglesia de Santa María. Se detuvieron a descansar en la plaza.

​"Aquí se acaba una etapa, hijo," dijo Gabriel, señalando el horizonte. "Navarra nos ha dado la fe, la dureza de los Pirineos y el perdón de su altura. Ahora nos toca La Rioja, la tierra de la celebración y la paciencia."

​"Y el vino," añadió Luis, riendo.

​"Y el vino, sí," asintió Gabriel con picardía. "Pero no olvides que Viana es una ciudad de fronteras. Y en las fronteras, uno siempre debe elegir qué dejar atrás. Yo dejo la preocupación por la misa. ¡Tú deja el miedo al ocio!"

​Luis vio a Marc y Anya también descansando en la plaza. Había una tregua tácita entre todos; la proximidad a la ciudad había inyectado una energía social en el grupo.

II. Cruzando el Ebro

Al salir de Viana, Luis sintió el cambio. El camino se hizo más ancho, el polvo rojizo de Navarra dio paso a la tierra más fértil de La Rioja. Era una línea invisible, pero palpable. La primera semana del Camino quedaba atrás.

​El tramo final hacia Logroño fue una caminata de expectación. El aire se llenó del sonido distante de la ciudad, un murmullo creciente de bocinas y actividad.

​La llegada a una gran ciudad siempre resultaba un choque sensorial. Luis echó de menos la sencillez del bosque, pero el destino de hoy era especial.

​Finalmente, a lo lejos, apareció la silueta de Logroño, enmarcada por el imponente Puente de Piedra que cruza el ancho río Ebro. El Ebro era majestuoso, y cruzarlo por ese puente histórico se sintió como una ceremonia.

​Luis se detuvo en medio del puente. El viento que soplaba desde el río era fresco. A su derecha, la ciudad se alzaba con la promesa de comodidad y vida. Era el primer hito urbano real desde Pamplona.

​Llegó al albergue municipal, un lugar grande y eficiente, donde los peregrinos se dispersaron rápidamente en sus tareas de limpieza y cura.

III. El Pacto de la Cena

​A las siete de la tarde, la misión de la noche se puso en marcha. Luis, Anya y Gabriel se reunieron en la entrada. Incluso Marc, que había pasado la tarde vendándose meticulosamente el pie, aceptó unirse, aunque con la condición de que la cena fuera "eficiente y de buena calidad."

​"Eficiencia y placer, Marc, son las dos grandes virtudes de La Rioja," le corrigió Gabriel.

​El destino era la famosa Calle Laurel. Al llegar, Luis sintió el ambiente festivo. Era un torrente de gente, voces, risas, y sobre todo, aromas. El olor a pimiento frito, champis a la plancha, ajo y vino tinto se mezclaban en el aire. La calle era angosta y vibrante, con bares pegados unos a otros, cada uno especializado en uno o dos pinchos estrella.

​"Aquí no te sientas, Luis," explicó Anya. "Caminas, bebes y comes. Es un peregrinaje de bar en bar."

​El grupo se movió como una unidad bien coordinada a través de la multitud.

  • El Primer Bar: El primer pincho fue la especialidad de un bar: champiñones a la plancha, bañados en aceite de oliva y un toque de sal, servidos en una rebanada de pan.

​Luis mordió el pincho. Era delicioso, jugoso, simple. El vino, un tinto de crianza joven, era suave y redondo. Compartió el momento con sus compañeros. Marc, a pesar de su cinismo, cerró los ojos por un segundo al probar el champi, cediendo al placer.

  • El Segundo Bar: Se movieron a otro local. Gabriel insistió en el pincho de oreja. Luis dudó, pero aceptó el desafío.

​"¡El Camino es para probar cosas nuevas, Luis! ¡Si puedes andar treinta kilómetros con dolor, puedes probar la oreja!" le arengó Gabriel.

​El pincho de oreja, crujiente y sabroso, fue otra pequeña victoria sobre sus viejas aversiones.

  • La Conversación: Entre copas y risas, la conversación fluyó libremente, sin la pesada introspección del albergue.
    • ​Anya confesó que dibujar en la calle la asustaba más que caminar sola.
    • ​Marc, con la guardia baja por el vino, admitió que la única razón por la que tenía prisa era porque tenía miedo de lo que pasaría cuando se quedara quieto.
    • ​Y Luis habló de su vida anterior como si fuera una novela lejana.

​"Mira," dijo Luis, alzando su vaso hacia la calle llena. "Esto es lo que ganamos al caminar. No es solo la distancia. Es el derecho a disfrutar esto, sin culpa. Esto es la recompensa física de la resistencia."

​Gabriel asintió, con una expresión de profunda satisfacción. "No es recompensa, Luis. Es equilibrio. La vida te quita el control en la montaña, pero te regala el placer en la ciudad. Hay que honrar a los dos."

IV. La Quietud Compartida

Al cabo de una hora y media, con el estómago satisfecho y la cabeza ligeramente embotada por el vino, el grupo se dispersó. Las despedidas fueron efusivas. No eran solo compañeros de viaje; eran cómplices de una experiencia compartida.

​Luis regresó al albergue. La luz estaba baja. Se acostó en su litera, sintiendo el calor agradable del vino y la plenitud de la cena. El ruido de la ciudad, antes irritante, ahora se sentía como un pulso de vida vibrante.

​La noche en Logroño había sido la celebración de su primera semana. Había caminado, había sufrido y había roto su agenda. Y ahora, había compartido el pan y el vino, el verdadero sacramento laico del Camino.




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