Mi Camino a Santiago

Capítulo 9: La Magia en el Sendero

​I. El Peso Ligero de la Resaca

​Luis despertó con el sol de La Rioja filtrándose por la ventana del albergue de Logroño. El cuerpo, aunque cansado, estaba satisfecho. El único vestigio de la noche anterior era el ligero zumbido de la celebración en la Calle Laurel. Había bebido, reído y bailado, rompiendo otra de las reglas autoimpuestas de su vida anterior.

​A las 8:00 a.m., dejó Logroño. La salida de la ciudad fue menos impactante que la de Pamplona, pero igual de monótona, a través de parques y zonas industriales. Sin embargo, su mente no se enfocó en el asfalto. Por primera vez, Luis caminaba con un vacío expectante. La satisfacción de la víspera había despejado el camino para la posibilidad.

​La etapa, de unos 20 kilómetros hasta Ventosa (saltándose la parada lógica de Nájera para un día más corto), le pareció perfecta. Hoy no se trataba de probar la resistencia, sino de permitir que el Camino le mostrara qué venía después de la recompensa.

II. El Encuentro Etéreo

​Después de unos kilómetros de carretera, el Camino se adentró en el Monte de la Pila, una zona boscosa que ofrecía un respiro sombreado y tranquilo. Luis caminaba solo, disfrutando del olor a pino y tierra húmeda, cuando la vio.

​Estaba a un lado del sendero, agachada junto a una pequeña roca, con el sol de la mañana filtrándose por el dosel de los árboles, creando una aureola alrededor de su cabello castaño claro. Llevaba ropa clara y sencilla, y la mochila, de un color mostaza brillante, parecía parte de su atuendo, no una carga.

​Ella no llevaba botas de trekking pesadas, sino unas zapatillas ligeras, y la forma en que se movía, lenta y deliberada, daba la impresión de que no pisaba la tierra, sino que flotaba ligeramente sobre ella.

​Luis se detuvo a unos metros. Ella acababa de colocar una pequeña flor silvestre, de un intenso color violeta, en un hueco de la roca.

​Ella se enderezó y se giró. Sus ojos, grandes y de un verde imposiblemente claro, se encontraron con los de Luis. La sonrisa que le ofreció fue inmediata, sin esfuerzo, y luminosa. Era una luz que no solo venía de fuera, sino que parecía irradiar desde el centro de su ser.

​"Buenos días," dijo ella. Su voz era dulce, con un ligero acento que Luis no pudo identificar.

​"Buen Camino," respondió Luis, sintiendo de repente el corazón palpitar en su pecho con una fuerza tan inesperada que tuvo que poner una mano sobre su esternón. Era una taquicardia de sorpresa, de atracción pura. Era el primer shock físico que no venía de sus rodillas.

​"Gracias," dijo ella, con una ligereza sorprendente. "Estaba dándole las gracias al bosque por el oxígeno. Hay que recordar que no caminamos a pesar de la naturaleza, sino gracias a ella."

​"Soy Luis," dijo él, forzando una sonrisa.

​"Soy Clara," respondió ella. "Y ya lo sé. Se te ve en el aura. Estás dejando ir la rigidez."

​Luis, el hombre de los números, se sintió completamente desarmado ante la palabra "aura". "¿Mi... aura?"

​Clara se encogió de hombros, recogiendo su pequeña mochila. "Sí. Estaba muy tensa hace unos días, muy enfocada en la meta. Ahora eres más fluido. Te estás integrando con el flujo."

​Luis, que había pasado una semana forzando su cuerpo a integrarse, no supo qué responder.

​"Solo sé que mi corazón acaba de aumentar sus pulsaciones en un 50%," bromeó Luis, intentando recuperar su pragmatismo.

​Clara se rio, y el sonido fue como campanillas. "Esa es la señal de que estás listo para algo nuevo. La magia no se busca, Luis. Se encuentra cuando el corazón está abierto."

III. El Ritmo Mágico

​Caminaron juntos. Luis no podía dejar de mirarla. Su mente analítica intentaba encajar a Clara en alguna categoría: artista, hippie, coach de vida. Pero ella escapaba a cualquier etiqueta. Hablaba de la energía de las piedras, de la forma en que el viento transportaba los pensamientos, y de cómo el Camino era un ser vivo que te guiaba.

​"El camino me habló esta mañana," dijo ella, mientras pasaban bajo un viejo arco de piedra. "Me dijo que tenía que ir lento, y que el regalo estaría antes del final."

​Ella caminaba con una despreocupación asombrosa. Luis, por primera vez, no se preocupó por su ritmo. Adaptó su paso al de ella, un ritmo más suave y errante.

​Pasaron por Navarrete, la ciudad de la cerámica, donde se detuvieron en la Iglesia de la Asunción.

​"Mira las líneas," dijo Clara, señalando la fachada. "La energía que se necesitó para construir esto. No la fuerza, sino la intención. La intención crea la belleza duradera."

​Luis, que antes solo habría visto la edad o el estilo arquitectónico, la vio a través de los ojos de Clara. Y de repente, la piedra no era solo piedra; era intención solidificada.

​A mediodía, se sentaron a descansar en un campo. El sol era cálido. Clara sacó de su mochila una manzana y un pequeño pastel de lavanda, y lo compartió con él con una naturalidad absoluta.

​"¿Qué buscas, Luis?" le preguntó ella, mordiendo el pastel.

​"Vine a buscar qué hacer con mi vida," respondió él con honestidad.

​"No, ¿qué sientes que tienes que hacer?" le corrigió ella. "La vida no es un plan; es una melodía. Y tú tienes que encontrar tu tono."

​Cuando Clara estaba cerca, la realidad de Luis se sentía más nítida, más brillante, como si le hubieran limpiado las gafas de la percepción. Ella era la encarnación de la libertad que él había estado buscando.

IV. Ventosa: La Parada Luminosa

​El tramo final de Navarrete a Ventosa fue fácil, una caminata de apenas una hora. Ventosa, un pequeño pueblo en una colina, era el refugio perfecto para una etapa corta.

​Llegaron al albergue, un lugar modesto y silencioso.

​En la recepción, Clara se registró primero. Luis esperó detrás, sintiendo ese inexplicable pulso en su pecho. Cuando ella se dio la vuelta, con la credencial recién sellada en la mano, lo miró.




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