Luis dejó Belorado sintiendo el peso de la mochila, un peso al que se había vuelto a acostumbrar después de la tregua del Parador. El Camino entraba en la provincia de Burgos y se preparaba para ascender a los temidos Montes de Oca, una zona boscosa y aislada, históricamente asociada con la dificultad y la soledad.
Clara caminaba a su lado.
"Hoy el camino es diferente, Luis," dijo ella. "Aquí, los árboles nos obligan a mirar hacia adentro. Es un filtro. La energía del bosque es muy antigua y no le gusta el ruido."
La etapa de unos 24 kilómetros hasta San Juan de Ortega era un tramo de soledad esperada. Dejaron atrás la sencillez de Tosantos y Villambistia, y el paisaje comenzó a cerrarse. Al llegar a Villafranca Montes de Oca, la última señal de civilización antes del bosque, Luis se sintió reconfortado. Sabía que venía un tramo de aislamiento, y su preparación mental era ahora mucho más robusta que su preparación física inicial.
El ascenso al bosque fue una experiencia sensorial intensa. El camino se hizo más estrecho y pedregoso, y el silencio, roto solo por el crujido de las hojas bajo sus botas, se hizo profundo. La luz luchaba por penetrar el denso dosel de hayas y robles. Luis sintió la energía que Clara había mencionado, una sensación de que el tiempo se había ralentizado.
II. El Bosque y la VulnerabilidadEn la profundidad del bosque, la pequeña disciplina de Luis se puso a prueba. No era el dolor físico, sino la monotonía y la ausencia de hitos. Era una caminata meditativa y agotadora.
Se encontraron con el Padre Gabriel, que caminaba con un ritmo constante, cantando suavemente una vieja melodía religiosa.
"Aquí, en el bosque, te das cuenta de que no puedes ir de prisa," comentó Gabriel, con el sudor brillando en su frente. "Este bosque ha visto pasar miles de almas. Nos enseña humildad. Si te pierdes en los pensamientos, el camino se hace interminable."
Clara caminó en silencio, absorbiendo la energía. Luis sentía su presencia como un ancla; la necesitaba para creer que la magia residía en la realidad, no solo en su imaginación.
Al fin, después de un largo y sostenido esfuerzo, el Camino salió del bosque, revelando un paisaje abierto y seco. La Meseta los recibía. Luis se sintió victorioso. Había enfrentado el miedo al aislamiento y había salido ileso.
III. La Aldea del SantoA media tarde, llegaron a San Juan de Ortega. No era un pueblo, sino una pequeña aldea centrada en su complejo monástico. Era un lugar detenido en el tiempo, un refugio para peregrinos desde la Edad Media.
Luis se dirigió al Albergue Municipal, un edificio adosado al monasterio. La austeridad del lugar era total: un contraste brutal con el Parador. Literas básicas, ruido comunal, el olor a humedad y cansancio.
Después de la ducha y el ritual de la lavandería, Luis se dirigió a la pequeña y antigua iglesia del monasterio. El lugar era famoso. San Juan de Ortega, discípulo de Santo Domingo de la Calzada, se dedicó a construir puentes y caminos, un constructor de infraestructura tanto física como espiritual.
Dentro, la penumbra era casi total. El aire olía a incienso viejo y piedra fría. Luis se sentó en un banco. Estaban allí Marc, concentrado en su móvil, Anya, dibujando la oscuridad, y Gabriel, que rezaba en silencio en una esquina. Clara estaba de pie, junto al altar, mirando el famoso capitel de la Anunciación.
IV. El Suceso MágicoEl capitel, una obra maestra románica, representa la Anunciación y tiene un fenómeno único: solo en los equinoccios, un rayo de sol ilumina directamente la figura de la Virgen.
Luis se acercó a Clara, sintiendo el corazón acelerarse por la proximidad.
"Mira," susurró ella, señalando el capitel. "Este lugar es una batería de fe. La luz viene de las estrellas, pero el camino la concentra."
Mientras observaban la piedra tallada, que representaba a la Virgen con el arcángel Gabriel, algo sucedió.
Afuera, el sol del atardecer acababa de asomar por una capa de nubes, enviando un rayo oblicuo a través de una de las altas y estrechas ventanas laterales. El rayo no siguió la trayectoria del equinoccio, sino que se refractó en una vidriera pequeña y casi invisible, de un intenso color dorado.
Por un instante, ese haz de luz dorada se posó directamente sobre la figura de la Virgen en el capitel. La piedra pareció cobrar vida. No solo se iluminó, sino que el color dorado dio la ilusión de un calor intenso, un pulso etéreo que pareció vibrar en el silencio. El rostro de la Virgen, tallado en piedra, pareció mostrar una expresión de profunda y tierna aceptación.
No duró más de tres segundos. Luego, la luz se movió, y la piedra volvió a ser piedra.
Luis sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Fue tan inesperado y tan enfocado que su mente no pudo procesarlo como un simple truco de luz. Era la magia de la que hablaba Clara, manifestándose en un lugar de profunda intención.
Se giró hacia Clara. Ella tenía los ojos cerrados, con una leve sonrisa en los labios, como si lo hubiera estado esperando.
El Padre Gabriel, desde su rincón, se levantó, se inclinó y se persignó, con la cabeza gacha.
"¿Lo viste?" susurró Luis, la voz temblando.
Clara abrió los ojos y lo miró. "Siempre está ahí, Luis. Solo tienes que tener el corazón lo suficientemente quieto para verlo. La luz no es casualidad; es respuesta."
Esa noche, acostado en la litera incómoda del albergue, Luis sintió la dura realidad del colchón bajo su espalda, pero su alma estaba bañada en la luz dorada. Ya no buscaba explicaciones lógicas. Había visto la magia, y eso era un ancla más fuerte que cualquier certeza financiera.