Mi Camino a Santiago

Capítulo 13: La Puerta de la Ciudad Imperial

I. El Día Más Largo

​Luis se levantó en el albergue municipal de San Juan de Ortega con la fatiga acumulada de varios días intensos, pero con una energía mental renovada. La luz dorada que había visto en el Monasterio era una imagen grabada en su memoria, una prueba irrefutable de que había entrado en un reino donde la lógica era secundaria.

​La etapa de hoy, de unos 27 kilómetros, era desafiante no por la altitud, sino por la longitud y la monotonía. Era la marcha a través de la llanura, un preludio a la inmensidad de la Meseta que se acercaba.

​Salió del albergue antes que el sol. Marc ya se había ido, tratando de ganar horas de ventaja. Luis, Clara, Anya y el Padre Gabriel se despidieron del antiguo monasterio con un respeto reverente.

​El camino hacia Agés fue un rápido descenso desde la colina, y luego, el sendero se abrió en los campos de cultivo.

​Luis caminaba con Clara, y el silencio entre ellos era ahora una conversación constante. Ella hablaba sobre la energía de los huesos antiguos que el Camino pisaba. Él escuchaba, sintiendo el aumento del ritmo cardíaco, no por miedo, sino por la simple belleza de su presencia.

​II. Atapuerca y el Peso del Tiempo

​A media mañana, el Camino les llevó a Atapuerca, un pequeño pueblo famoso mundialmente por los yacimientos arqueológicos de la Sima del Elefante y la Gran Dolina, que albergan algunos de los restos humanos más antiguos de Europa.

​"Mira, Luis," dijo Clara, deteniéndose junto a un campo de arcilla roja. "Aquí la tierra es la memoria. Los pies de los hombres han pisado este mismo lugar durante un millón de años. Tu problema, tu burnout, es un suspiro en esta escala de tiempo."

​Luis se arrodilló y tocó la tierra, sintiendo su sequedad y dureza. La idea de que su crisis personal era insignificante frente a la historia geológica y humana le dio una paz inmensa. Su preocupación por el futuro se sentía pequeña, ridícula.

​Después de Atapuerca, el Camino se hizo más difícil. La subida a la Sierra de Atapuerca fue la última gran cuesta del día, un esfuerzo sostenido bajo el sol. En la cima, Luis miró el horizonte. Vio la silueta industrial y urbana de Burgos a lo lejos. La Meseta.

​III. La Invasión Urbana

​La visión de Burgos, grande, gris y en constante expansión, fue un choque. El camino descendía de la sierra, pasando por los pueblos de Villaval y Cardeñuela Riopico, y el paisaje se fue degradando gradualmente a medida que se acercaban a la ciudad. El olor a pino fue reemplazado por el olor a tráfico. El silencio de la tierra dio paso al ruido constante de la civilización.

​La entrada a Burgos fue una marcha tediosa y anti-clímax. Los peregrinos se vieron obligados a caminar por zonas industriales, polígonos, y pasos de peatones. El Camino, que había sido una senda sagrada, se convirtió en una acera más.

​Luis sintió la frustración de sus compañeros. Marc, que los había alcanzado, caminaba con una expresión de ira.

​"¡Mira esta farsa!" gruñó Marc. "Hemos caminado cien kilómetros para acabar sorteando contenedores de basura y gasolineras. Esto no es el Camino; es el Camino al Carrefour."

​"Es la realidad, Marc," respondió el Padre Gabriel con su calma habitual. "El Camino siempre te devuelve al mundo. Te purifica en el bosque para que puedas soportar el ruido de la ciudad con un espíritu diferente."

​Clara simplemente tomó la mano de Luis por un instante mientras cruzaban una avenida ruidosa. Su toque fue un ancla, una forma silenciosa de decirle: la magia está dentro, no importa el ruido exterior.

​IV. El Albergue y el Corazón del Camino

​Después de una hora de marcha urbana, finalmente llegaron al centro histórico de Burgos, dominado por la impresionante Catedral de Santa María. La arquitectura gótica era abrumadora.

​El destino era el Albergue Municipal de Peregrinos, un lugar grande, limpio y muy concurrido, ubicado cerca del centro.

​El albergue de Burgos era un microcosmos del Camino. Cientos de peregrinos de todas las nacionalidades se amontonaban: el ruido de las voces, el ritual de las duchas, el olor a cremas antiinflamatorias.

​Luis se registró y le asignaron una litera en una sala comunal. Al soltar su mochila, sintió el agotamiento del día. La etapa había sido psicológicamente tan dura como la de los Pirineos, pero por razones opuestas.

​Esa noche, el grupo se reunió en la Plaza Mayor de Burgos. No fue una cena de pinchos como en Logroño, sino una comida más tradicional, bajo las arcadas de la plaza.

​Luis, relajado, observó a sus compañeros. Anya dibujaba secretamente a Marc, que por una vez estaba absorto en su comida. El Padre Gabriel hablaba de la historia de la Catedral.

​Clara, sentada a su lado, lo miró. "Has llegado, Luis. Has atravesado el bosque, la historia y el ruido. Mañana, el horizonte te espera."

​"Me siento cansado," confesó Luis.

​"El cansancio es bueno. El alma solo descansa de verdad cuando el cuerpo se rinde," susurró ella.

​Luis regresó al albergue esa noche. Acostado en la litera, escuchando la sinfonía de los ronquidos, el ruido del tráfico de la calle le llegaba amortiguado. Ya no era el Luis que huía del silencio, ni el que era agredido por el ruido.

​Ahora, él era simplemente el peregrino, un alma más en la gran ciudad, sabiendo que su verdad no estaba en los informes financieros, sino en la luz dorada que llevaba dentro.




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