Mi Camino a Santiago

Capítulo 14: El Bautismo de la Meseta

​I. La Marcha al Infinito

​A las 7:30 a.m., Luis dejó el caos del albergue municipal de Burgos. La salida de la ciudad fue larga y poco inspiradora, obligando a los peregrinos a caminar a lo largo de una carretera industrial hasta que, finalmente, el Camino se desvió bruscamente hacia el campo abierto.

​El cambio fue inmediato y total. La bulliciosa ciudad quedó atrás, engullida por el horizonte. Delante de Luis se extendía una inmensidad que le cortó el aliento: la Meseta.

​No había árboles, ni colinas, ni refugios visuales. Solo el cielo, la tierra ocre y la línea del sendero que se extendía, recta y monótona, hasta el infinito. La etapa, de unos 30 kilómetros, era una prueba de resistencia mental tanto como física.

​Luis caminaba con el grupo. Clara, Anya, y el Padre Gabriel se movían con la calma que solo impone la necesidad de la cadencia.

​"Esto es el Camino, Luis," susurró Gabriel, mientras el viento barría los campos. "La tierra te desnuda. Aquí no hay distracciones, solo tú y tu mente. Si no te gusta la compañía que llevas dentro, lo pasarás mal."

​Luis sintió el miedo que emanaba de la inmensidad. En la oficina, siempre había habido paredes, plazos, reuniones. Aquí, solo había la vacuidad de un horizonte inalcanzable.

​Clara, que caminaba un poco más adelante, se dio la vuelta y le sonrió. Ella entendía su miedo sin que él lo verbalizara.

​II. La Promesa del Horizonte

​El sol se alzó, golpeando sin piedad. Los kilómetros pasaban con una lentitud desesperante. Luis ya no podía negociar por el siguiente poste o el siguiente pueblo, porque el siguiente pueblo no aparecía. La fatiga se instaló, no como dolor, sino como un peso en el alma.

​Llegaron a Tardajos y Rabé de las Calzadas, pequeños pueblos que ofrecían solo un breve respiro. El paisaje era implacable.

​Luis se sintió vulnerable, expuesto. Su mente, sin nada en qué concentrarse, empezó a divagar hacia las preguntas que había venido a evitar: ¿Qué voy a hacer cuando vuelva? ¿De qué me sirve todo esto? La rigidez estaba volviendo, intentando llenar el vacío con planes.

​III. La Magia de San Bol

​A mitad de la jornada, exhaustos y expuestos, el Camino les ofreció un respiro: San Bol.

​No era un pueblo, sino una pequeña ermita restaurada, gestionada como un albergue privado. El lugar parecía haber sido convocado por la necesidad de los peregrinos. Estaba situado en medio de la nada, un oasis de paz en la aridez.

​Luis, Clara, Anya y Gabriel se detuvieron en el patio. El silencio de San Bol era diferente al del bosque; era un silencio cargado, lleno de la energía de siglos de hospitalidad.

​El hospitalero, un hombre corpulento con ojos tranquilos, les invitó a entrar en la pequeña ermita.

​"Podéis sentaros. La cena es a las seis. Descansad el alma," dijo con una voz suave.

​Luis entró y se sentó en un banco de madera. El espacio era minúsculo, con un altar simple y paredes de piedra áspera. En el aire flotaba el olor a incienso y a tierra.

​Clara se sentó a su lado. Ella cerró los ojos y respiró profundamente.

​"Quédate quieto, Luis," susurró. "La Meseta te ha exigido la fuerza. San Bol te pide la entrega."

​Luis intentó acallar su mente, que seguía repitiendo la lista de sus fracasos profesionales. De repente, sintió una presión física en el pecho, justo donde había sentido la taquicardia. Era un peso, una opresión, pero no dolor.

​Luego, la visión.

​No fue una aparición, sino una sensación amplificada que invadió su conciencia. Vio, con la claridad del mediodía, su vida anterior. Vio su oficina gris, su cara en el espejo, el sudor frío de la ansiedad en una reunión. Y luego, vio esa vida como una máscara. Una máscara de control, de éxito, que le había cortado el oxígeno. La opresión en su pecho se intensificó, como si la máscara se hubiera apretado en ese momento.

​Y justo cuando la presión se hizo insoportable, la sensación se liberó.

​Sintió que un nudo de años se soltaba en su interior. Una lágrima caliente rodó por la mejilla de Luis. No era una lágrima de tristeza o arrepentimiento, sino de alivio y liberación. Había visto la prisión que él mismo había construido y, en la quietud de la ermita, la había derribado.

​Abrió los ojos. Clara lo miraba, sin sorpresa, con una ternura profunda.

​"Lo has soltado," dijo ella en voz baja. "Esa carga no era la mochila; era el miedo a no ser suficiente. Aquí, en San Bol, el Camino te obliga a dejarla."

​Luis asintió, incapaz de hablar. Se sintió infinitamente más ligero. El cuerpo aún estaba cansado, pero el alma estaba en calma.

​IV. La Llegada a Hontanas

​El resto de la caminata fue fácil. Luis caminó con una ligereza que no había sentido desde el inicio del viaje. El sol se ponía, tiñendo el ocre de la Meseta de un color naranja cobrizo.

​Llegaron a Hontanas, un pequeño pueblo escondido en una depresión del terreno, casi invisible hasta que estabas justo encima. Parecía una cueva de descanso.

​El Albergue Municipal era antiguo y lleno de carácter. La cena, compartida con Gabriel, Anya, Marc y Clara, fue alegre. Luis no habló del suceso en San Bol, pero su nueva calma era evidente. Marc incluso le preguntó, sin ironía, cómo había logrado deshacerse de su rigidez.

​Luis sonrió. "Se quedó en una ermita. La Meseta no tiene espacio para cargas innecesarias."

​Esa noche, Luis se durmió en la litera. Ya no pensaba en el Parador. El confort que había encontrado no era el de la seda, sino el de la verdad desnuda. Había sido bautizado por la inmensidad, y liberado por la quietud.




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