Mi Camino a Santiago

Capítulo 16: La Intención de la Recta

​I. El Ingenio Humano y el Agua

​Luis, Clara, Anya y Gabriel dejaron Boadilla del Camino al amanecer. La etapa de hoy, de 27 kilómetros hasta Carrión de los Condes, comenzaba con un alivio visual: el Canal de Castilla.

​A los pocos metros de salir del pueblo, el sendero se unió a la orilla del canal, flanqueado por fresnos y chopos que ofrecían una sombra refrescante.

​"La naturaleza te desnuda, Luis," comentó Clara. "Pero el ingenio humano te recuerda que puedes transformar el mundo si tu voluntad es fuerte."

​La prueba de esa voluntad llegó rápidamente al acercarse a Frómista. Allí, el Camino se cruzaba con el famoso conjunto de cuatro esclusas del Canal de Castilla, una obra maestra de ingeniería hidráulica que permitía salvar un desnivel importante.

​Luis se detuvo a observar la estructura con su mente de ex-ejecutivo. Vio la planificación, el esfuerzo, la coordinación para doblegar la geografía en favor del comercio. Era la antítesis de la aleatoriedad del Camino, pero existía en armonía con él.

​"El Camino no solo es fe, sino logística," musitó Luis.

​"El Canal es la voluntad convertida en piedra," corrigió Clara. "El hombre que lo hizo no buscaba un destino; buscaba una ruta. La ruta es un fin en sí mismo. Como el Camino."

​II. La Recta Sagrada

​Después de cruzar Frómista y pasar por la magnífica Iglesia de San Martín, el paisaje se transformó de nuevo en la inmensidad de la Meseta. Luis entró en el corazón de Tierra de Campos.

​El Camino se convirtió en una larga, recta e interminable calzada romana que atravesaba campos de cereal. Era una de las secciones más monótonas de la ruta. El horizonte volvía a ser el límite del mundo, y el sol, ya alto, era inclemente.

​Aquí, el grupo se dispersó, caminando cada uno a su propio ritmo. Luis caminó solo durante una hora, sintiendo cómo la luz dorada de la ermita de San Bol se ponía a prueba. El cansancio de la monotonía era más profundo que el cansancio muscular.

Sigue caminando. Pon un pie delante del otro.

​En este tramo recto, Luis sintió que la verdadera lección de la Meseta era la de la rectitud de la intención. Si el camino era recto, su mente también debía serlo: no más desviaciones, no más autoengaños. Su vida, como esa calzada, necesitaba un propósito único y sin curvas.

​III. La Belleza de Villalcázar de Sirga

​El respiro llegó a media tarde en Villalcázar de Sirga, un pequeño pueblo que parecía un espejismo en la llanura. Dominando el horizonte se alzaba la Colegiata de Santa María la Blanca, un santuario imponente y lleno de historia.

​Luis, Clara y Gabriel entraron juntos en el templo. El interior gótico y mudéjar era un refugio de frescura y penumbra. Luis, agotado por el sol, sintió la inyección de energía al entrar.

​La Colegiata era un cofre de tesoros, pero sus ojos se posaron en la tumba de Don Felipe, el infante de Castilla. Clara, sin embargo, se dirigió hacia la imagen de la Virgen.

​Se paró frente a ella, una imagen de profunda devoción. La luz que se filtraba por un rosetón lateral bañaba el rostro de la Virgen en una tonalidad iridiscente.

​Clara cerró los ojos y, por primera vez, Luis vio una expresión de profunda tristeza en su rostro etéreo. No era la tristeza de la pena, sino la de la compasión.

​Cuando los abrió, sus ojos verdes estaban húmedos. Se giró hacia Luis.

​"Este lugar es un portal, Luis," susurró con una voz casi inaudible. "Aquí la gente venía a dejar su dolor a los pies de la Madre. No solo a pedir, sino a soltar. La belleza de estas piedras no es la arquitectura; es la acumulación de la entrega."

​Ella respiró profundamente, como si estuviera absorbiendo el dolor del lugar.

​"Tu camino es recto, pero tu corazón necesita curvas, necesita espacios como este para depositar las cargas viejas. No es suficiente con ver la magia; tienes que permitir que te sane."

​Luis no hizo preguntas. Solo se sintió conmovido por la vulnerabilidad de Clara. Era la primera vez que veía la grieta en su armadura de luz. Ella era mágica, sí, pero también era humana, capaz de sentir el dolor del mundo.

​IV. El Convento de Santa Clara

​Con el sol declinando, el grupo caminó el último tramo hasta Carrión de los Condes. La ciudad era tranquila, con la solemnidad de un antiguo centro de peregrinación.

​El destino de Luis era el Albergue Convento de Santa Clara, un lugar religioso, gestionado por monjas. El contraste con el Parador y el albergue municipal de Burgos era notable: aquí reinaba la austeridad y el recogimiento.

​Al registrarse, Luis sintió una paz inmediata, diferente a la calma autoimpuesta de Hontanas. Esta paz era infundida, una capa de silencio creada por siglos de vida contemplativa.

​La cena fue en silencio, una comida sencilla de cuchara, en un refectorio común. Luego, Luis caminó por el claustro, sintiendo la energía de la clausura, una renuncia al mundo exterior que ahora, paradójicamente, entendía. La Meseta te obligaba a la rectitud; el Convento te invitaba a la introspección final en esa rectitud.

​Esa noche, acostado en la litera, envuelto en el sonido del silencio y la luz tenue de una pequeña bombilla, Luis no pensó en Clara ni en su pasado. Su mente estaba vacía, limpia y lista.




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