Mi Camino a Santiago

Capítulo 24: La Cima y el Descenso del Alma

I. El Ascenso a la Cruz de Ferro

​Luis, Anya y Marc salieron de Rabanal del Camino antes del alba, envueltos en una neblina densa y fría. La etapa de hoy, de unos 26 kilómetros hasta Molinaseca, era la más emblemática en términos de elevación. El objetivo inmediato: la Cruz de Ferro, el punto más alto del Camino Francés (1.504 metros).

​La subida fue lenta y constante, a través de paisajes cada vez más escarpados y cubiertos de brezo. La conversación cesó; solo se escuchaba la respiración, el crujido de la grava y el repiqueteo de los bastones.

​El Camino se sentía antiguo, místico, un camino de ofrenda.

​Al llegar a Foncebadón, un pueblo semi-abandonado y envuelto en niebla, sintieron que habían entrado en otra dimensión. La soledad y la aspereza del lugar intensificaban el sentimiento de ritual.

​Poco después, la neblina se abrió. Ante ellos se erigió el montículo de piedras coronado por un poste de madera simple y la modesta cruz de hierro: la Cruz de Ferro.

El ambiente era de profunda solemnidad. Cientos de peregrinos se detenían en silencio. Bajo la cruz, se acumulaba un gigantesco montón de piedras traídas por peregrinos de todo el mundo.

La vivencia de Luis:

Luis sacó la piedra que había decidido llevar consigo: una pequeña pieza de gneis que recogió en las afueras de León, simbolizando su vida profesional. Al pie del montón, miró la piedra. Ya no era un símbolo de la carga que temía, sino un recordatorio del miedo que había vencido. Con un suspiro, la arrojó a la pila. Sintió un último y dulce alivio. La ceremonia no era para soltar la culpa, sino para afirmar el compromiso de no volver atrás. Su vieja vida quedaba enterrada.

La vivencia de Anya:

Anya se inclinó y dejó una piedra que había pintado de blanco con un pequeño ojo dibujado. "Dejo aquí mi miopía," susurró. "La tendencia a solo ver las cosas bellas cuando están perfectamente enmarcadas. Me comprometo a ver la belleza en el caos y la imperfección."

La vivencia de Marc:

Marc, cojeando ligeramente, depositó una piedra. "Esta es mi arrogancia. La creencia de que el control es la única manera de avanzar," dijo con la voz ronca. "El Camino me ha enseñado que el control es una ilusión, y que la vulnerabilidad es la verdadera fuerza."

​El grupo se abrazó en silencio, unidos por el rito compartido. Habían dejado sus lastres y ahora, estaban listos para la nueva misión.

​II. Manjarín: El Último Caballero

​El Camino descendió unos kilómetros y los llevó a Manjarín, un lugar que desafía la lógica moderna. Era un puesto de hospitalidad legendario, gestionado por el "último hospitalero templario", Tomás.

​El albergue era una estructura rudimentaria, sin electricidad ni agua corriente, envuelta en banderas y el misticismo del Temple.

La vivencia de Luis:

El ambiente de Manjarín era un portal al pasado, un recordatorio de que la hospitalidad y la simpleza no requieren tecnología. Luis se sintió profundamente conmovido por la austeridad radical del lugar. Vio en Manjarín la encarnación viva de su propia misión: la necesidad de volver a lo esencial y de ayudar a otros sin esperar nada a cambio. Su mapa mental de Tíbet y Japón se sintió validado por esta lección de pura renuncia.

​Tomás, el hospitalero, sirvió té caliente a Marc, quien, sentado en un tronco, miraba el fuego con la mirada perdida. La humildad y la simpleza de Manjarín habían logrado lo que ni los albergues de lujo ni la Meseta: despojar completamente a Marc de su fachada.

​III. El Gran Descenso a El Bierzo

​Desde Manjarín, comenzó el gran descenso hacia El Acebo y el fértil valle de El Bierzo. La pendiente era larga y exigente, un nuevo desafío para las rodillas.

​El paisaje cambió drásticamente. Las piedras desnudas dieron paso a bosques frondosos de castaños y robles. El aire era denso y dulce. El Camino se hizo sinuoso, obligando al grupo a concentrarse en cada paso para evitar resbalar.

​Luis, en lugar de acelerar, caminó con extrema precaución, cuidando la rodilla de Marc. El camino le había enseñado a valorar la estabilidad sobre la velocidad.

​IV. Molinaseca: El Pueblo Hermoso

​Finalmente, después de un descenso extenuante, el grupo llegó a Molinaseca, una joya de la comarca de El Bierzo. El pueblo era, de hecho, uno de los Pueblos más Bonitos de España.

​Molinaseca era un oasis de piedra y agua. El Camino entraba a través de un espectacular puente romano, y el río Meruelo fluía justo al lado, creando piscinas naturales y un sonido relajante.

El contraste con la austeridad de Rabanal y Manjarín era total: la dureza del esfuerzo había sido recompensada con la belleza.

​Se dirigieron al Albergue Municipal, un lugar sencillo que ofrecía la funcionalidad necesaria. El agotamiento era absoluto, pero el espíritu estaba en éxtasis.

​Esa noche, sentados a la orilla del río, Luis sintió que la transformación física y mental se había completado. Había conquistado la llanura y la montaña, había soltado la carga y había afirmado su propósito.

La reflexión final de Luis:

El verdadero regalo de la Cruz de Ferro no era la liberación del pasado, sino el permiso para abrazar el futuro. En la belleza de Molinaseca, Luis entendió que su misión no era huir de la vida, sino integrar la paz de la montaña en el caos del mundo. Mañana, entrarían en el corazón de El Bierzo, un paso más cerca de Galicia.




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