Mi Camino a Santiago

Capítulo 28: El Refugio de los Siglos

I. El Último Aliento de las Alturas

​Luis, Anya y Marc abandonaron Hospital de la Condesa bajo un manto de escarcha que cubría los prados gallegos. El aire era tan puro que hería los pulmones, una mezcla de frío atlántico y aroma a leña quemada. La etapa de hoy era una de las más bellas y simbólicas: el descenso desde los picos de los Ancares hacia el valle profundo, buscando el abrigo del Monasterio de Samos.

​El primer reto fue el Alto do Poio. Fue una subida corta pero brutal, un último recordatorio de la montaña antes de entregarlos al valle. Al llegar arriba, se detuvieron un momento frente a la estatua del peregrino que lucha contra el viento.

​—Mirad atrás —dijo Luis, señalando el horizonte donde las cumbres de León se desvanecían en la bruma—. Allí dejamos la Meseta y la Cruz de Ferro. Lo que viene ahora es otra historia.

​Marc, apoyado en sus bastones, respiró hondo. Su rostro ya no mostraba la tensión del ejecutivo que busca el éxito; mostraba la paz del hombre que ha conquistado su propio dolor.

​II. El Descenso a Triacastela

​Desde el Alto do Poio, el Camino se convirtió en una bajada vertiginosa y técnica. Las rodillas, ya castigadas por cientos de kilómetros, protestaban, pero el paisaje actuaba como un anestésico. Entraron en la Galicia de los bosques cerrados, donde los senderos están flanqueados por muros de piedra cubiertos de musgo centenario.

​Llegaron a Triacastela, el pueblo de las "tres castillos", donde el Camino se bifurca.

​—Tenemos dos opciones —explicó Luis frente al mojón indicador—. La ruta directa por San Xil, más corta y alta, o la variante por Samos, que añade unos kilómetros pero nos lleva al monasterio.

​Anya no lo dudó.

—Samos. Necesito ver ese claustro. Necesito entender cómo se siente el silencio cuando lo protegen muros tan altos.

​Marc asintió.

—Ya no tengo prisa por llegar a Sarria. El camino más largo suele ser el que más enseña.

​III. El Valle del Oribio: El Corazón Verde

​La variante de Samos los sumergió en un escenario de cuento. Caminaron paralelos al río Oribio, bajo túneles naturales de castaños y robles (las famosas carballeiras). El sonido del agua golpeando las rocas y el canto de los pájaros eran la única banda sonora.

​Para Luis, este tramo fue una revelación. Comparó este bosque con los que imaginaba en el Shikoku Henro de Japón. La naturaleza aquí no era una barrera, sino un templo vivo. Se dio cuenta de que su misión de "constructor de puentes" no solo trataba de unir personas, sino de reconectar al ser humano con este silencio primordial.

​IV. Samos: El Gigante de Piedra

​Tras una curva del camino, el valle se abrió y apareció el Monasterio de San Julián de Samos. La magnitud del edificio era sobrecogedora. Es uno de los monasterios más antiguos de España, una mole de piedra granítica que parece haber brotado de la misma tierra gallega.

Entraron en el recinto bajo una lluvia fina, la famosa morriña gallega, que le daba al lugar un aire aún más místico. Se dirigieron al Albergue de Peregrinos, que se encuentra dentro de las propias dependencias del monasterio.

La vivencia de la tarde:

Instalarse en el monasterio fue una experiencia radicalmente distinta a cualquier albergue municipal. El olor a incienso, cera y piedra húmeda lo inundaba todo. Los monjes benedictinos, fieles a su regla de Ora et Labora, se movían con una discreción fantasmal.

​Luis, Anya y Marc asistieron a las vísperas. En el coro de la iglesia, escucharon los cantos gregorianos rebotar en las bóvedas.

​—Escuchad —susurró Luis—. Ese sonido lleva repitiéndose aquí más de mil años. Es el mismo eco que escucharon los peregrinos medievales.

​Marc cerró los ojos, visiblemente conmovido.

—Luis, en mi mundo, lo que tiene un año ya es viejo. Aquí, el tiempo no corre, se acumula. Me siento... pequeño, pero por primera vez, eso no me asusta.

​Anya dibujaba frenéticamente el claustro de las Feijoas, tratando de captar cómo la luz gris de la tarde se filtraba entre los arcos.

​V. La Noche bajo el Techo Benedictino

​Cenaron en silencio en un pequeño mesón cercano y regresaron antes del cierre de puertas. La noche en el monasterio de Samos era un silencio absoluto, denso, casi sólido.

​Luis se quedó un momento mirando el mapa antes de dormir. Estaban a un paso de Sarria, el punto donde el Camino se masifica. Sabía que la soledad que habían disfrutado en la Meseta y en las montañas de León estaba a punto de cambiar. Pero allí, protegido por los muros de Samos, se sintió preparado.

​Su futura misión en Asia ya no era un sueño lejano; era una extensión natural de este silencio. Si podía aprender la paz en un monasterio benedictino en Galicia, podría encontrarla en un templo zen o en una estupa en el Tíbet.

​—Mañana llegamos a los últimos 100 kilómetros —dijo Luis en voz baja.

—Estamos listos —respondió Marc desde la oscuridad—. Ya no somos turistas, Luis. Somos otra cosa.

​Luis se durmió con el sonido lejano de una campana, sintiendo que Samos le había dado el último refugio espiritual antes del tramo final hacia Santiago.




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