Mi Camino a Santiago

Capítulo 30: La Barrera Invisible y el Río de la Memoria

​I. El Despertar de la Cuenta Atrás

​Luis, Anya y Marc salieron de Barbadelo poco antes de que el sol rompiera el horizonte gallego. El aire estaba saturado de una humedad fría que se pegaba a los rostros, pero la energía en el grupo era diferente. Ya no caminaban para "aguantar"; caminaban para "llegar".

​La salida de Barbadelo se hizo entre corredoiras de piedra y sombras de robles. La presencia de los nuevos peregrinos —los "turigrinos", como Marc los había bautizado con cierta sorna— era constante, un murmullo de voces frescas que contrastaba con el silencio curtido de nuestro trío.

​II. El Momento Especial: El Mojón de los 100 km

​A pocos kilómetros de distancia, cerca de la aldea de A Brea, el camino se estrechó. De repente, lo vieron: el bloque de piedra, el más famoso de toda la ruta, grabado con el número mágico: 100,000 km.

​Había una fila de personas esperando para hacerse la foto de rigor. Luis iba a pasar de largo, sintiendo que ese número era una simplificación de su esfuerzo de 800 kilómetros, cuando algo lo detuvo.

​Sentada en un banco de piedra, a pocos metros del mojón, estaba una chica joven, llorando bajito sobre una mochila reluciente. El grupo se detuvo.

​—¿Estás bien? —preguntó Anya, agachándose.

​—Me siento una fraude —respondió ella—. Empecé ayer en Sarria y ya no puedo dar un paso. Vi el mojón de los 100 y, en vez de darme esperanza, me dio pánico. Es demasiado.

​Marc miró a Luis y, sin decir una palabra, los dos se sentaron al lado de ella.

​—Sabes —dijo Luis, con la voz serena del hombre que cruzó la Meseta—, el número 100 es una mentira. Para quien empieza aquí, parece una montaña. Para nosotros, que venimos de lejos, parece el final de una canción. Pero el número no importa.

​En ese momento, Luis sintió una presencia familiar. Miró hacia un lado y vio a Clara, apoyada en un carballo, observando la escena con una sonrisa enigmática. No se acercó, pero sus ojos verdes encontraron los de Luis, enviándole un mensaje claro: “Este es tu primer test como constructor de puentes”.

​Luis sacó de su mochila un pequeño trozo de cinta de cuero que traía desde Burgos.

​—En el camino no se miden kilómetros —continuó Luis, entregando la cinta a la joven—. Se miden momentos en los que decidimos no parar. Ata esto a tu bota. Es cuero de la Meseta. Te ayudará a llegar a Santiago, no porque tenga magia, sino porque te recordará que tu dolor forma ahora parte de una historia más grande.

​La chica dejó de llorar y miró a los tres con admiración. Anya sacó su cuaderno y dibujó un boceto rápido de la joven junto al mojón, pero en lugar de escribir "100 km", escribió: "El Inicio del Valor".

​Al levantarse para seguir, Clara había desaparecido. Pero Luis se sentía más ligero. El mojón de los 100 km había dejado de ser un trofeo individual para convertirse en su primer acto de servicio real.

​III. El Descenso hacia el Miño

​El grupo siguió con un vigor renovado. El paisaje gallego seguía desplegándose en verdes imposibles. Atravesaron aldeas de piedra como Morgade y Ferreiros. El descenso hacia el valle del río Miño empezó a sentirse en las rodillas, pero la visión de Portomarín al fondo, blanca y resplandeciente, era un imán.

​La bajada a Portomarín es un espectáculo. Cruzaron el puente moderno sobre el vasto embalse de Belesar. Bajo las aguas, Luis sabía que yacían las ruinas de la antigua ciudad, sumergida en la década de los 60.

​—Es como nosotros —observó Marc, mientras cruzaban el río—. Tuvimos que dejar nuestra "antigua ciudad" sumergida para construir una nueva versión de nosotros mismos en un lugar más alto.

​IV. La Escalinata de la Superación

​Al llegar a la otra orilla, se enfrentaron a la famosa Escalinata de San Nicolás. Son peldaños de piedra empinados que llevan al centro histórico. Marc, a pesar de su tobillo, subió cada escalón con una dignidad casi litúrgica.

​Se dirigieron al Albergue Municipal de Portomarín. El edificio, funcional y amplio, estaba lleno de vida. Tras la ducha, Luis fue hasta la Iglesia-Fortaleza de San Nicolás, una mole de piedra que fue trasladada piedra por piedra desde la antigua ciudad antes de la inundación.

La vivencia de la noche:

Sentados en la plaza central, con el sol poniéndose sobre las aguas del Miño, Luis abrió su cuaderno de notas. La experiencia en el mojón de los 100 km había cristalizado su misión.

"Hoy he entendido que no voy a Japón o al Tíbet para encontrar la paz para mí mismo", escribió. "Voy para aprender a ser el soporte de aquellos que lloran en el kilómetro cero de su propia transformación. Mi misión ha empezado hoy, en un hito de piedra en A Brea".

​Anya y Marc miraban al horizonte, en silencio. Portomarín, con su historia de renacimiento y transición, era el lugar perfecto para esa penúltima etapa de la transformación.

​—Luis —dijo Marc—, faltan menos de cien.

—No, Marc —corrigió Luis, sonriendo—, faltan solo cuatro días para que empecemos el resto de nuestras vidas.

​Durmieron profundamente en el albergue municipal, acunados por el sonido lejano del agua y el murmullo de cientos de sueños que, finalmente, estaban a solo dos dígitos de la meta.




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