Mi caos favorito

Capítulo 1

Martín Garrido valoraba el orden por encima de todo. Su apartamento en el distrito financiero era un santuario de la simetría, un templo al minimalismo donde cada objeto tenía su lugar exacto, cada libro estaba alineado por tamaño y color, y el polvo era una leyenda urbana. Incluso sus galgos italianos, Enzo y Ferrari, parecían haber sido criados con una etiqueta de comportamiento digna de la realeza. La vida de Martín era un Excel bien programado: reuniones, inversiones, cenas de negocios y un riguroso horario de entrenamiento. No había espacio para la improvisación, y mucho menos para el caos.

Hasta que su madre, Elena, decidió intervenir.

—Martín, hijo, tu apartamento es precioso, sí, pero parece un quirófano de alta gama —había dicho Elena por teléfono, con esa voz suave que no admitía objeciones—. Necesita vida. Color. Alma. Y sé exactamente quién puede dárselo.

Martín, que rara vez le negaba algo a su madre, especialmente si implicaba un "regalo" para su "cueva gris y simétrica", había aceptado a regañadientes. Esperaba una artista sobria, quizás una señora mayor con un moño y gafas de diseñador, que trabajaría con una paleta de grises más cálidos y blancos rotos. Lo que consiguió fue… Luz.

La dirección que le había dado su madre lo llevó a un edificio antiguo en un barrio que Martín solo conocía por los rumores de "gente creativa" y "cafeterías con wifi dudoso". El ascensor era un museo de grafitis descoloridos y el pasillo, un laberinto de puertas descascaradas. Cuando encontró la que se suponía era la puerta del estudio de Luz, se preparó para lo peor. Pero ni en sus pesadillas más ordenadas imaginó lo que había detrás.

El estudio de Luz era una explosión. Una explosión de color, de lienzos apilados contra las paredes, de botes de pintura abiertos en cualquier superficie plana, de pinceles sumergidos en vasos de agua que parecían experimentos de laboratorio. Había manchas de color en el suelo de madera, en un sofá raído cubierto de telas vibrantes, incluso en una bombilla colgante que parecía un arcoíris en miniatura. El aire olía a trementina y a una extraña mezcla de inspiración y falta de ventilación.

Martín, con su traje impecable y su maletín de cuero reluciente, se detuvo en el umbral, como si cruzara una frontera hacia otra dimensión. Escaneó la habitación, buscando a la "artista". Entonces la vio.

Sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y el ceño fruncido en profunda concentración, había una figura diminuta con el pelo recogido en un moño desordenado, varias manchas de pintura salpicadas en su ropa (que parecía una camiseta vieja) y las manos completamente embadurnadas. Estaba tan absorta en el lienzo frente a ella que ni siquiera notó su presencia.

En la mente de Martín, acostumbrada a la lógica aplastante, solo podía ser una cosa: era la hija de la artista, jugando.

—Disculpa —dijo Martín, aclarando su garganta, intentando sonar formal pero un poco condescendiente—. Disculpa, ¿está la señora Luz? Tengo una cita con ella.

La figura levantó la vista lentamente, sus ojos brillantes y llenos de una chispa juguetona. Tenía una mancha de pintura azul justo en la punta de la nariz.

—Mmm, ¿la señora Luz? Puede ser. ¿Quién la busca? —arrastró las palabras, como si estuviera a punto de soltar una risita.

—Soy Martín Garrido. Su madre me ha recomendado. Necesito hablar con ella sobre un encargo de pintura para mi casa. ¿Podrías avisarle que estoy aquí? Dile que no tengo mucho tiempo —Martín consultó su reloj suizo, un gesto automático.

La chica soltó una risita suave.

—Ah, sí, Martín. Martín Garrido, el hombre de la casa gris y simétrica, ¿verdad? Mami me habló de ti —se limpió la nariz con el dorso de la mano, dejando otra mancha de pintura, esta vez verde, justo al lado de la azul.

El uso de "mami" solo confirmó la teoría de Martín.

Martín, cada vez más incómodo en ese caos que le daba urticaria, intentó mantener su compostura.

—Sí, ese soy yo. ¿Y tú eres... su hija? Eres bastante grande para jugar así con la pintura.

Fue entonces cuando la chica finalmente levantó la vista por completo, sus ojos vibrantes se encontraron con los suyos. Una sonrisa traviesa floreció en su rostro manchado.

—Soy Luz, Martín. Y esta, mi "juego", es mi vida.

El asombro golpeó a Martín como un balde de agua fría. La impecable fachada del empresario se resquebrajó por un segundo. Su mente metódica no podía procesar que esa criatura del caos fuera la artista que su madre le había recomendado para su santuario del orden. Se aclaró la garganta, intentando recuperar el control.

—Ah. Entiendo. Luz... mucho gusto —extendió una mano para saludarla, pero al ver las manos de ella cubiertas de pintura, la retiró rápidamente—. Disculpe, es que... mi madre me habló tan elocuentemente de su trabajo que... esperaba, uhm, algo diferente.

Luz, con esa sonrisa pícara, respondió:

—¿Esperaba a una anciana con un moño y guantes blancos, quizás? —se limpió las manos en un trapo aún más manchado, casi tocando el traje inmaculado de Martín, quien se encogió apenas perceptiblemente.

—No, en absoluto. Solo... la formalidad que uno asocia con los negocios. En fin. Mi madre, la señora Garrido, me insistió en que contactara con usted para un encargo. Necesito darle vida a mi apartamento. Es... algo sobrio —Martín sacó una libreta y un bolígrafo, intentando crear un simulacro de reunión profesional en medio de la explosión de colores.

Luz lo observó, divertida, mientras él luchaba por mantener su compostura. Ese primer intercambio sentaba las bases de su dinámica: ella, libre y caótica, desafiando las estructuras de él; él, intentando contener su mundo en un molde de orden que ella, sin querer, o queriendo mucho, rompía.

Martín, con su libreta y bolígrafo en mano, sacó de su maletín un documento impecablemente impreso.

—Bien, Luz. Para ser eficientes, he preparado un borrador de contrato. Aquí detallo las especificaciones del encargo —lo extendió hacia ella, un papel tan blanco y nítido que casi brillaba en contraste con el taller.




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