Mi caos favorito

Capítulo 5

El cuadro de Luz, una explosión de naranjas, fucsias y azules eléctricos que ella había bautizado como El despertar del alma, colgaba imponente en la sala de Martín. Para el empresario, era una afrenta visual, un grito de rebeldía contra cada principio de diseño que él valoraba. Sin embargo, no podía dejar de mirarlo. Cada vez que pasaba por la sala, sus ojos se sentían atraídos por los trazos audaces, por la energía indomable que emanaba del lienzo. Era caótico, sí, pero también… vivo. A veces, Martín se sorprendía a sí mismo buscando nuevas formas en el torbellino de colores, o notando cómo la luz cambiaba a lo largo del día, dándole matices diferentes. Era exasperante. Y, extrañamente, fascinante.

El pañuelo de seda, ahora una reliquia manchada y destrozada por su propio y torpe intento de limpieza, seguía en el lavadero, un recordatorio silencioso de la batalla perdida. Martín había considerado tirarlo, pero algo lo detenía. Quizás era la prueba irrefutable del caos de Luz, o quizá, muy en el fondo, una extraña pieza de “arte de performance” de su propia vida.

La tensión entre ellos era palpable, pero ya no era solo frustración. Había una curiosidad, una chispa que crecía en el aire cada vez que se encontraban. Los argumentos sobre el color y la forma se habían convertido en un peculiar baile de sarcasmo e ingenio, donde Luz siempre tenía la última palabra con una sonrisa desarmante.

La prueba de fuego llegó una tarde, cuando Elena Garrido, la madre de Martín, anunció una visita sorpresa. Martín sintió un escalofrío. Su madre no solo tenía un ojo agudo para el arte, sino también para las dinámicas personales. Sabía que Elena notaría el cuadro, y que probablemente también notaría la extraña atracción entre él y Luz.

Elena llegó radiante, con un bolso aún más grande que la vez anterior y una sonrisa anticipatoria. Martín la recibió con un abrazo tenso.

—¡Hijo! ¿Cómo estás? ¿Y cómo va el proyecto artístico? —Elena sonó casual, pero sus ojos ya escaneaban la sala. Sus pupilas se detuvieron en el cuadro. No en la alfombra, ni en los perros. Directamente en El despertar del alma.

Martín se preparó para la crítica, para la risa, para el “te lo dije” de su madre. Pero la reacción de Elena lo descolocó por completo. Sus ojos se abrieron, no con horror, sino con una admiración genuina. Caminó lentamente hacia el lienzo, casi hipnotizada.

—¡Martín! ¡Esto es... impresionante! —Elena soltó, su voz llena de asombro—. ¡Es vibrante! ¡Tiene tanta energía! ¡Esto sí que es vida! ¿Quién fue la genia que hizo esto?

Luz, que había estado a punto de salir del apartamento y se había quedado petrificada en el umbral al escuchar la voz de Elena, apareció con una pequeña sonrisa.

—Fui yo, señora Garrido. Me alegra que le guste.

Elena se giró y abrazó a Luz con un entusiasmo sincero.

—¡Luz! ¡Mi querida Luz! ¡Eres una genia! ¡Le has dado a la cueva de mi hijo exactamente lo que necesitaba! ¡Es perfecto! ¿No es así, Martín?

Martín balbuceó.

—Bueno, mamá, es... diferente. No exactamente lo que estaba en el contrato...

—¡Tonterías, hijo! —Elena lo interrumpió con un gesto despectivo—. Un contrato es para los números, no para el arte. Esto es arte con A mayúscula. ¡Absolutamente fascinante! ¡Estoy tan orgullosa de ti, Luz!

Luz le devolvió la sonrisa, y una mirada de complicidad pasó entre ellas. Martín se sintió aún más el “grinch”, el que no entendía la genialidad del momento. La aprobación incondicional de su madre lo dejó desarmado. Si Elena, la mujer de su vida, lo aprobaba, ¿cómo podía él seguir oponiéndose?

Decidió que necesitaba un nuevo enfoque. Si Luz traía el caos a su vida, quizás él podría traer orden al caos de ella. Necesitaba que Luz entendiera su mundo.

—Luz —dijo Martín al día siguiente, con un tono inusualmente serio, casi conciliador—. Ya que estamos trabajando juntos... creo que sería beneficioso para ambos que entendamos mejor nuestros respectivos entornos. Me gustaría invitarla a... una salida. Una salida de trabajo.

Luz lo miró con sospecha.

—¿Una salida de trabajo, contigo? ¿Qué implica eso? ¿Un recorrido por tu colección de hojas de cálculo?

Martín se ajustó la corbata.

—No, en absoluto. Me gustaría llevarla a un lugar que representa el orden, la precisión. Para que entienda la importancia de la estructura.

Luz, siempre curiosa, aceptó, aunque con una mirada que prometía diversión. Al día siguiente, Martín la recogió impecablemente vestido. Luz, por su parte, llevaba un overol manchado de pintura, aunque limpio, y su pelo desordenado con un pañuelo de colores brillantes. Parecía la antítesis de Martín.

La “salida de trabajo” resultó ser una visita a una de las modernas plantas de fabricación de su empresa, un lugar donde la eficiencia y la automatización reinaban. Robots que se movían con precisión milimétrica, líneas de montaje que funcionaban como un reloj suizo, todo diseñado para maximizar la productividad y minimizar el error.

Martín, con orgullo, le explicaba cada proceso, cada diagrama de flujo, cada algoritmo.

—Ves, Luz, aquí no hay lugar para la improvisación. Cada pieza encaja perfectamente, cada etapa está calculada. Es la belleza de la eficiencia.

Luz lo escuchaba con una mezcla de fascinación y aburrimiento, sus ojos de artista buscando el color, la vida, en un mar de metal y máquinas. A veces, se distraía y empezaba a hacer garabatos en su pequeña libreta, imaginando cómo transformar una cinta transportadora en una obra de arte cinética.

—Es... impresionante, Martín —dijo Luz, en un momento de silencio—. Pero también un poco... frío. ¿Dónde está el alma en todo esto?

Martín se encogió de hombros.

—El alma está en la eficiencia, en la perfección del proceso.

Más tarde, cuando Martín pensó que había hecho su punto sobre el orden, Luz contraatacó.

—Ahora es mi turno, Martín. Te mostraré mi mundo.




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