El cosquilleo en la mejilla de Martín no desapareció al día siguiente. No era una mancha de pintura, aunque la sensación era igual de inesperada e imposible de ignorar. El beso de Luz, tan fugaz como un trazo de acuarela, se había grabado en su mente con la permanencia de un óleo sobre lienzo. Martín, el hombre de la lógica y la planificación, no sabía cómo catalogar esa nueva anomalía. ¿Fue un gesto de amistad? ¿Una excentricidad más de la artista? ¿O había sido… algo más?
Se encontró a sí mismo repasando el momento en bucle: la música alta, las luces de colores, la mano de Luz en la suya, su risa. Y luego, el roce inesperado de sus labios en su mejilla. Su rostro, tan acostumbrado a la compostura, se sentía ligeramente caliente cada vez que la imagen regresaba. Intentó aplicar la lógica. Causa y efecto. Pero no había una causa lógica para que un simple beso en la mejilla de una artista caótica lo desestabilizara tanto.
Los días siguientes, Martín se encontró observando a Luz con una intensidad inusual. Ya no era solo para supervisar su trabajo o para evitar nuevos desastres. Había algo más. La observaba mientras pintaba, absorta en su mundo de colores, manchándose la nariz, silbando melodías desafinadas. La veía interactuar con Enzo y Ferrari, que ahora la seguían como si fuera su dueña, ansiosos por una caricia o, quizás, por la oportunidad de un nuevo accidente con pintura. Incluso la veía debatir con la señora de la limpieza sobre la ubicación de sus trapos, con una naturalidad que a Martín le resultaría imposible.
Empezó a encontrar excusas para extender su tiempo en casa mientras Luz estaba presente. “Necesito revisar estos documentos importantes en el estudio”, decía, cuando en realidad solo quería escucharla tararear. “¿Quiere un café, Luz? He encontrado un nuevo tipo de grano que quizás le interese”, ofrecía, sabiendo que ella preferiría un té de hierbas dudoso. Su oficina, antes un refugio, ahora le parecía demasiado silenciosa, demasiado ordenada, demasiado... gris.
Luz, ajena (o quizás no tan ajena) a la creciente obsesión de Martín, seguía trabajando a su propio ritmo. El apartamento de Martín se llenaba lentamente de cuadros que parecían gritar, bailar y respirar, desafiando cada centímetro de pared lisa. Martín los miraba, y aunque seguían siendo una afrenta a su estética, una extraña sensación de familiaridad empezaba a nacer. El caos de Luz ya no era solo un desorden; era su desorden. Su caos favorito.
Fue en medio de esta nueva dinámica que Elena, la madre de Martín, volvió a aparecer en escena. Martín la encontró un día en su cocina, conversando animadamente con Luz sobre los beneficios de las especias exóticas. Enzo y Ferrari estaban a los pies de Luz, lamiendo un cuenco que, para el horror de Martín, contenía restos de alguna comida “no autorizada para perros”.
—¡Martín, hijo! ¡Justo a tiempo! —exclamó Elena—. Estábamos hablando con Luz de un proyecto maravilloso. ¡Perfecto para ustedes dos!
Martín sintió un escalofrío. La última vez que su madre había dicho “perfecto para ustedes dos”, había terminado con su perro teñido de azul y su pañuelo hecho un trapo.
—¿De qué se trata, mamá? —preguntó con cautela.
—Es la gala benéfica anual del museo —explicó Elena—. Este año soy la organizadora principal y necesitamos un toque fresco, algo que realmente capte la atención. He estado pensando en una instalación artística central, algo que combine lo clásico con lo moderno. —Elena miró a Luz con un brillo en los ojos, luego a Martín—. Y he pensado que sería perfecto si Luz pudiera crear una obra de arte interactiva, y tú, Martín, como mi hijo, podrías encargarte de toda la logística, la seguridad y la infraestructura tecnológica para que funcione sin problemas.
Martín parpadeó. ¿Trabajar con Luz en un proyecto público de esa magnitud? ¿Dónde su caos se expondría a los ojos de toda la élite de la ciudad? Era su peor pesadilla logística.
—Mamá, no sé si... —Martín intentó protestar.
—¡Oh, vamos, Martín! ¡Será fantástico! —Elena lo interrumpió, con esa autoridad inquebrantable que no admitía objeciones—. Luz necesita esta exposición, y tú necesitas... bueno, necesitas relajarte un poco y ver que no todo tiene que ser un gráfico de barras. Además, ¡ya has invertido en su arte, ahora es momento de mostrarlo!
Luz, que había estado escuchando con interés, asintió con entusiasmo.
—Sería increíble, Martín. Tengo algunas ideas para una instalación que sería... ¡explosiva! —Su mirada se encontró con la de él, y en sus ojos vio una mezcla de genuina emoción y una pizca de diversión al anticipar el pánico de Martín.
Martín suspiró. Sabía que estaba derrotado. Negarse a su madre era un imposible. Negarse a Luz, en ese momento, se sentía extrañamente… indeseable. El proyecto de la gala significaba pasar muchísimas horas juntos, en un entorno ajeno a su control, con Luz en su máxima expresión de caos creativo.
—De acuerdo, mamá —dijo Martín, con un tono de resignación que apenas ocultaba una extraña y nueva curiosidad—. Lo haremos.
Elena sonrió, complacida. Luz le guiñó un ojo a Martín, y él sintió de nuevo ese cosquilleo en la mejilla, ahora extendiéndose por todo su cuerpo. El orden de su vida, que ya estaba en la cuerda floja, estaba a punto de colapsar por completo. Y por primera vez, Martín no estaba seguro de que quisiera evitarlo.